Es prácticamente un hecho que Vladimir Putin va a resultar reelegido presidente del Rusia el próximo 18 de marzo. El Partido Comunista local tan solo tienen un 7% de los votos.
Pero el asunto es que se da la circunstancia de que Putin va a ser reelegido en medio del clímax mundial de la histeria anti-rusa, especialmente en los EEUU y en Europa.

Puede que Putin sea un “autócrata” o como quiera llamársele pero lo cierto es que, para los que hemos conocido el Telón de Acero, los rusos de hoy gozan de un conjunto de libertades impensable en la generación anterior. Pese a ello, Occidente le desprecia porque no es suficientemente “demócrata” y le sanciona mientras hace negocios y no rechista con otros aliados como los chinos, el filipino Rodrigo Duterte, el general egipcio Abdel-Fattah el-Sissi, el presidente turco Erdogan o el principe saudí Mohammad bin Salman. ¿Como se puede tener el cuajo de decir que estos no son autócratas? Hay los mismos motivos para imponer sanciones a todos estos personajes que a Vladimir Putin.
Pero siempre ha sido una especialidad occidental la doble moral y la propaganda. Hace unos días en Radio Internacional, escuché en Madrid a un imbécil decir que Putin se inmiscuía en los asuntos de terceros países. Este el fruto de la propaganda antirusa porque solo así se puede entender unas declaraciones que son justo lo contrario a la realidad. Las acciones de Putin están justificadas en calidad de respuesta a las políticas norteamericanas y occidentales: han llevado a la OTAN -de modo injustificado- al patio trasero ruso en un acto de provocación sin precedentes; los EEUU han estado detrás de todas las “revoluciones” naranjas y de otros colores en todo el norte de África, creando así enorme inestabilidad, y especialmente han financiado el golpe antiruso en Ucrania, ostentando con ello el record absoluto de injerencia en los asuntos de terceros países, mientras mantienen bases militares en medio mundo; los EEUU y el Reino Unido han armado a la “oposición” -en realidad islamistas radicales- en Siria, a lo que Rusia ha respondido ayudando a su aliado histórico, Bassar-el-Assad, y defendiendo sus bases navales en el Mediterráneo. ¿Qué esperaban nuestros gobernantes, tan “democráticos” ellos? Provocan situaciones peligrosísimas de tensión, innecesarias e injustificadas, y esperan que no sucedan nada. ¿Cómo puede tenerse tanta cara dura?
El hecho es que Rusia está actuando como una gran potencia y es natural. La Rusia de hoy no es nada similar a lo que supuso en el pasado la URSS. Si alguien cree que sí es que definitivamente no entiende nada de la naturaleza ideológica, antinacional e imperialista del poder soviético. Rusia, desde luego, no es nada parecido pero aspira al respeto mundial y está en su derecho.


Los EEUU, y el resto del vil y miserable Occidente, pueden hacer dos cosas: o entender que Rusia tiene reivindicaciones legítimas y buscar el compromiso y el acuerdo en multitud de temas o bien seguir por la senda de la provocación y la guerra hasta que en algún lugar “alguien” cometa un error que todos lamentaremos.
Por favor, que nadie se escandalice por esto: en los días más terribles de la URSS, los EEUU buscaron siempre el acuerdo con una potencia muchísimo más peligrosa y agresiva que la Rusia de Putin. Poco después de la crisis de los misiles, JFK pronunció su famoso discurso en la Universidad Americana, a raíz del cual los EEUU iniciaron un acercamiento con la URSS; tras la intervención soviética en la guerra árabe-israelí de 1967, Lyndon Johnson se reunió con Alexei Kosygin en Glassboro, Nueva Jersey, para otro acercamiento, e incluso seis meses después de la primavera de Praga, Nixon se reunía con el premier Breznev nuevamente para buscar acuerdos. Hay docenas de ejemplos. Entonces, ¿por qué no ahora?
Un detalle importante. En una reciente entrevista en NBC News, Putin dijo a la entrevistadora Megyn Kelly que prácticamente cualquiera salvo el gobierno ruso podía haber estado detrás del supuesto “hackeo” durante las pasadas elecciones estadounidenses de noviembre de 2016: “puede que no fueran siquiera rusos; quizás fueran tártaros, ucranianos, judíos, gente que solo que tienen la nacionalidad rusa”. Esta idea de que los judíos rusos no son realmente rusos ha enfurecido a las fuerzas vivas del sionismo americano. Avi Selk ha atacado durísimamente el pasado 11 de marzo al presidente ruso en “The Washington Post” en un artículo titulado “Putin condemned for saying Jews may have manipulated U.S. election”. Selk evoca el “antisemitismo ruso” multisecular y, como no, el holocausto e informa de la indignación del director de la “Anti-Defamation League” Jonathan Greenblatt o de las declaraciones del “American Jewish Committee” que se refieren nada menos que a los “sabios de Sión”.

La enemistad de Putin con el ”lobby likudnik” no le favorece en nada y puede estar en la base de otras reacciones extraordinariamente violentas de dirigentes occidentales, a las que estamos asistiendo en los últimos días. Puede que los israelíes tengan sus propios intereses que defender pero en definitiva solo añaden leña al fuego y allanan el camino hacia el desastre. Nada de esto pasaría si cada país se limitara a defender, estrictamente, sus intereses vitales, exactamente como hace Rusia y al revés de lo que hace Occidente, empeñado en una cruzada planetaria para convertir a todos en una especie de democracia suiza.
Por todo ello, en aras de la paz mundial, es imperioso combatir la rusofobia. Ni está justificada ni traerá nada bueno. Que Occidente lo sepa.