domingo, 22 de enero de 2017

Y del schotis (Un informe internacional) Arcadi Espada

Y del schotis

ARCADI ESPADA


UN INFORME internacional sobre la capacidad de atraer y desarrollar el talento sitúa a la ciudad de Madrid en el sexto lugar del mundo. La fiabilidad de estos índices debe cogerse siempre con pinzas, pero éste, que se presenta cada año en el foro de Davos, parece tener una cierta tradición y solvencia. El lugar de Madrid es importante y como tantos otros datos de la realidad parte por la mitad la imagen que buena parte de los españoles tienen de sí mismos. Y como en toda poética binaria el elogio de Madrid quedaría incompleto sin hacer alusión al lugar que ocupa Barcelona en la lista: el número 20, por debajo de Bilbao, incluso, que está en el 18. 
El índice talentoso es una prueba más de las muchas, numéricas, alfabetizadas o puramente poéticas, con que se afianza una de las grandes noticias de la sociología urbana en estas cuatro últimas décadas: la emergencia de Madrid como una gran capital global. Y en paralelo, la inexorable decadencia de Barcelona. Una doble decadencia. No solo respecto a lo que Barcelona podría haber sido, objetivamente hablando. Sino sobre todo respecto a las expectativas que los catalanes habían proyectado sobre sí mismos con el advenimiento de la democracia. Porque hay algo, tal vez lo único, que prueba que Cataluña no es española, y es lo sumamente encantada que está de conocerse. Si en 1975 le hubieran dicho a un catalán realmente existente que el talento iba a preferir Madrid a Barcelona para desarrollarse se habría desgarrado el pecho con sus propias uñas hasta ver brotar cuatro calumniosas barras de sangre. 
El peso de ese fracaso se detecta en la pueril euforia del independentismo. La cerrilidad sentimental de sus élites políticas, culturales y en parte también económicas, ha impedido que Cataluña pudiera hacer de sí misma (¡la Cataluña ciudad!) una gran capital global. Se conformó con extender el calor de hogar, la confortabilidad práctica, la moral balnearia, y hacer de Barcelona la capital de un imaginario país llamado Cataluña. A la natural tensión creadora de sus energías solo fue capaz de darles la escapatoria futbolística que ya caracterizó a aquel país disminuido y atado del último franquismo. Y, últimamente, el sarraceno proyecto independentista, que ha acabado procurándole altura global al precio de señalarla como uno de esos riesgos que pueden atentar en el tiempo próximo contra la convivencia civilizada. 
Como decía aquel poeta de cuando fumábamos grifa, a los pobres catalanes las lágrimas no les han dejado ver las estrellas.

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