miércoles, 18 de febrero de 2015

Auténtico sistema representativo ( Juan Vallet de Goytisolo)



JUAN VALLET DE GOYTISOLO  

II EL DERECHO A PARTICIPAR  EN LA VIDA PÚBLICA MEDIANTE UN AUTÉNTICO Y SISTEMA REPRESENTATIVO

VII El problema del gobierno y la representación en las democracias

                                                                                          

De una manera muy somera pueden reducirse a tres los sistemas de democracias modernas que invocan la soberanía popular: la elec­ción o aclamación de un jefe carismático que plebiscitariamente es consagrado y que periódicamente consulta al pueblo; el ejercicio guiado y dirigido por un partido único, que se autoproclama repre­sentativo de la verdadera voluntad popular; y la elección de represen­tantes, entre los propuestos por los diversos partidos políticos, que compiten entre sí para ostentar temporalmente la representación po­pular.

En cualquiera de estos casos, en las democracias siempre gobier­nan oligarquías. Es algo que Gonzalo Fernández de la Mora (112), siguiendo especialmente a Roberto Michels, en su obra Sobre la so­ciología de los Partidos en la moderna democracia, y a José Schum­petet', en Capitalismo, socialismo y democracia, ha mostrado y sub­rayado la existencia de la que Michels denominó «ley del hierro de la oligarquía», por considerar que ésta trasciende a una necesidad social absoluta en las democracias, en las cuales, la masa «siente la necesidad de ser guiada, y es incapaz de actuar cuando Je falta una iniciativa externa y superior».

El primer sistema es rotundamente rechazado por quienes hoy ad­ministran el monopolio del uso de la palabra democracia, y lo otor­gan o rechazan en los casos en los que se discute esa calificación a un determinado régimen. Se observa que no se concede credibilidad a referéndum alguno que no sea convocado, organizado y contabili­zado por quienes previamente son reconocidos como gobiernos de­mocráticos. La propaganda, a través de los medios masivos de comu­nicación, tiene hoy tal fuerza de sugestión, que según quien los con­voque, cómo los plantee, cómo organice la propaganda, e incluso según quien maneje las computadoras, el resultado será muy diverso.

El sistema de partido único fue una creación de Lenin, que tras­ladó al Gobierno de la U. R. R. S. el sistema que había inventado para la Revolución, y Stalin se encargó de institucionalizarlo. En Alemania el nazismo y en Italia el facismo se apoyaron en el partido

(112) Gonzalo Fernández de la Mora: La partitocracia, Madrid, Insti­tuto de Estudios Políticos, 1977, cap. II, págs. 27 y sigs.

único; y, a imitación de éstos, en España, bajo el mando de Franco, se institucionaliza F. E. T. y de las J. O. N. S., aunque real­mente estuvo sujeta siempre por el gobierno, para lo que bastaba disponer del cambio del Ministro Secretario del Movimiento.

El artículo 126 de la Constitución soviética, en su apartado final, dice —que «los ciudadanos más activos y más conscientes per­tenecientes a la clase obrera, a los trabajadores del campo y a los trabajadores intelectuales, se unen libremente en el seno del Partido comunista de la Unión soviética, vanguardia de los trabajadores en su lucha para la construcción de la sociedad comunista y núcleo di­rigente de todas las organizaciones de trabajadores, tanto de las or­ganizaciones sociales como de las organizaciones del Estado».

Pero, ¿es posible calificar este sistema de democrático? Si parti­mos de que Rousseau, como ante hemos visto, estima que la voluntad emitida por la mayoría, si prevalece en ella un interés particular, no corresponde a la voluntad general, ya que ésta se identifica siem­pre con el bien público, y, en cambio, resulta que si una revolución triunfante monopoliza esa voluntad general de todo el pueblo o del proletariado, que numéricamente es mayoritario, entonces sus jefes, empleando el sistema nervioso del Partido único, mantienen por fuerza en el pueblo esa pretendida voluntad general, que, además plebiscitariamente es abrumadoramente respaldada. ¡Claro está que por sus caracteres esas democracias populares en nada se parecen a las del pueblo de Dios, que Rousseau indicó como paradigma de la democracia pura, sino que van acompañadas de aparatos policíacos y represivos, se rodean por un «telón de acero» y practican el totali­tarismo estatal más absoluto, hasta ahora conocido, con su archi­piélago de GULAG!

VIII. La representación por los partidos políticos.

Queda el tercer sistema, aceptado por las denominadas demo­cracias occidentales. Aunque se han señalado precedentes de ellos en la Atenas democrática y en las banderías y partidismo de los va­lidos en discordia en las Monarquías absolutas, parece más exacto pensar que los partidos políticos son elemento inseparable de los regímenes liberales; y, por ello, los partidos acompañan a los mo­vimientos revolucionarios que inician la vida política moderna, corno ocurre en Inglaterra en el siglo XVII, en Francia a fines del xviii, en la España de las Cortes de Cádiz y en Alemania de 1 848 (1 1 3).

Hoy, consolidada la partitocracia, «la soberanía popular se ejerce optando entre oligarquías», como ha escrito Gonzalo Fernández de la Mora (114).

Claro es que así, ocurre como ya en su época había advertido Rousseau (115) del pueblo inglés diciendo que «se figura ser libre y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del parlamento; en cuanto éstos resultan elegidos, el pueblo es es­clavo o no es nada. En los breves momentos de libertad hace tal uso de ésta que bien merece perderla». O, como afirmó Tocqueville (116), a los ciudadanos en los pueblos democráticos, «se les hace alterna­tivamente los juguetes del soberano y sus amos, más que reyes y menos que hombres». O, según dijo Costa (117) de los liberales españoles de su tiempo: «Piensan que el pueblo ya es rey y soberano porque han puesto en sus manos la papeleta electoral: no lo creáis, mientras no se reconozca además al individuo y a la familia la liber­tad civil y al conjunto de individuos y de familias el derecho com­plementario de esa libertad, el derecho de estatuir en forma de cos­tumbres, aquella soberanía es un sarcasmo, representa el derecho de darse periódicamente un amo que le dicte la ley, que le imponga su voluntad; la papeleta electoral es el harapo de púrpura y el ce­tro de caña con que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilatos».

       113 Cfr. Nicolás Pérez Serrano: Tratado de Derecho político, Madrid, Civitas, 1976, cap. XXIV, 254, págs. 321 y sig.
      114 Fernández de la Mora: op. cit., pág. 49.
       115 Rousseau: op. cit., Lib. III, cap. XV, págs. 140 in fine y sig.
        116 Alexis de Tocqueville: De la democratie en Amérique, Ed. di­rigida por P. Mayer, París, Gallimard 1961, vol II, parte IV, lib. III, ca­pítulo VI, pág. 327.
         117 Joaquín Costa: La libertad civil y el Congreso de Juristas Ara­goneses, cit., cap. VI, pág. 175.
«Los años de gobierno parlamentario —escribía entre 1888  y 1891, Torras y Bagés (1 1 8)—, sistema artificioso y de gran vani­dad, bajo el brillante engaño de unas elecciones ciegas e inconscien­tes, fundadas en la materialidad del número de votos, han ido for­mando una verdadera oligarquía que ha conseguido tener la nación en sus manos, o mejor bajo sus pies, que ya no es gobierno repre­sentativo ni siquiera parlamentario, pues ninguna correspondencia hay entre los legisladores y el país al que representan» ... «unos cuantos formando sociedad para la explotación del país en su pro­vecho, bajo la denominación de tal o cual partido, han llegado a hacer suyo el gobierno de la nación, y por turno pacífico o violen­tamente quieren gozar de las ventajas del poder». Para ser candidato y así elegido, añade poco después (119), la mejor cualidad es per­tenecer a la cofradía de quienes gobiernan, y sobre todo poseer la habilidad de saber hacer las elecciones, o sea asegurar al gobierno un diputado que se avenga a entrar dócilmente en el servum pecus de la mayoría parlamentaria».
Y, hoy, es así con el agravante, observado por Pompidou (120), de que «en el mismo momento en que el individuo se siente libre y se libera de las obligaciones y represiones tradicionales, se cons­truye una máquina técnico-científica monstruosa, que puede reducir a la esclavitud a ese mismo individuo, o destruirlo de la noche a la mañana. Todo depende de los que tengan las palancas del mando que nadie acaricie la ilusión de control. Una vez al volante del co­che, nadie puede impedir al conductor que apriete el acelerador y que dirija el vehículo hacia donde quiera».
En 1933, Luis Legaz y Lacambra (1 2 1) comparaba las dictadu­ras y las democracias que entonces se distribuían el oeste de Europa

     118 Josep Torras y Bages, Bisbe de Vic: La tradició catalana, I parte, cap. XVIII; cfr. ed. cit., págs. 120 y sig.
     119 Ibid., cap. XX, III, pág. 146.
      120 Georges Pompidou: El nudo gordiano, cfr. vers. en castellano, Madrid, Hispanoamericana de Ed. y Distrib., 1975, pág. 159.
       121 Luis Legaz y Lacambra: El Estado de derecho en la actualidad, II, en Rev. Gral. de Legislación y Jurisprudencia, 163, 2.1 sem. 1963, pág. 761.
continental: «Hay que romper con la creencia de que dictadura y democracia sean cosas antitéticas: más bien se requieren mutuamen­te» ... «La democracia tiende a la dictadura, y la dictadura requiere cuanto menos el apoyo de amplias masas populares, si no es ejercida directamente por esa masa» ... Y explicaba de ese modo la tendencia dictatorial de los partidos políticos (122) : «tienen un programa indiscutible, que va a imponerse, no a discutirse, en el Parlamento, puesto que los diputados son mandatarios de los partidos y no de la nación». Cuando ningún partido puede imponerse por sí solo, «el Estado se convierte en un puro compromiso, en una transacción». En cambio, «a media que los partidos aumentan en poder político y social, apuntan tendencias dictatoriales, hasta el puno de que las de­mocracias tienden a convertirse en dictaduras. Los partidos aman la discusión en proporción inversa a su fuerza numérica». Las coali­ciones o mayorías gobernantes «se sienten representantes de una ins­titución para cuya defensa todos los medios son lícitos».
Este último hecho lo ha comentado Marcel de Corte (123) : «Bajo un roussonianismo de derecho que traduce los grandes voca­blos de libertad, de igualdad, de fraternidad, se disimula en polí­tica un maquiavelismo de hecho que utiliza su influencia hipnó­tica en favor de poderío de los amantes del poder, individuos, grupos y naciones. Rousseau le da a Maquiavelo la buena conciencia y la buena fe de que se mofa el florentino» ... «El ángel roussoniano se combina con la bestia maquiavélica. Eso produce una excelente mixtura explosiva. Desde hace dos siglos, todas las revoluciones la utilizan sin sentir vergüenza...».

     122 Ibid., págs. 156 y sigs.
      123 Marcel de Corte: L'homme contre lui mime, París, Nouvelles F.d. Latines 1962, cap. VI, pág. 197.
IX. ¿Qué es la representación política?
Creemos que después de los antecedentes recorridos es ya el momento de centrar el significado de la representación política. Para ello, no hemos hallado mejor guía que el libro de ese título del profesor Galváo de Sousa (124), en el que analiza cuidadosamente la relación, en este aspecto, entre la sociedad y el poder.
Muy finamente distingue tres subaspectos diversos de la palabra representación política: la representación por el poder; la represen­tación ante el poder, y la representación en el poder.
La representación de la sociedad por el poder o la autoridad, que le confiere su unidad, tiene lugar cuando los dirigentes actúan en nombre de la sociedad que gobiernan. Ciertamente hay una repre­sentación inherente al poder, que dimana de la propia articulación de la sociedad, sin la cual ésta resultaría acéfala. Este tipo de repre­sentación no implica que existan órganos representativos del pueblo junto al gobierna, aunque no los excluya, pero siempre requiere un mínimo consenso sin el cual no es posible gobernar.
La representación de la sociedad ante el poder implica la exis­tencia de instituciones representativas de aquélla. En ese caso la re­presentación constituye el ligamen entre la sociedad y el poder. En este supuesto, el poder representa a la sociedad y ésta se representa ante el poder, elevando hasta éste las necesidades y conveniencias sociales. El poder representa a la sociedad política en cuanto ésta constituye una unidad; la sociedad se representa ante el poder en cuanto multiplicidad, es decir, en la pluralidad de los grupos que la componen y las diversas aspiraciones de sus miembros, con sus di­versos intereses y opiniones: reales en la representación corporativa, predominantemente ideológicas en el régimen de partidos. Cuando el poder es asumido por la asamblea representativa, se confunden la representación por el poder y la representación ante el poder, lo que implica a su vez la confusión entre representación y poder po­lítico.
La representación de la sociedad en el poder, conduce al go­bierno representativo, característico de las sociedades organizadas, cuyos órganos representativos colaboran con el poder en el gobierno. Esa colaboración tiene diversos módulos y se efectúa de diversos modos, que oscilan de lo meramente consultivo hasta la participación
(124) José Pedro Galváo de Sousa: Da representacao politica, Sao Paulo, Ed. Saraiva 1971, dap. II, págs. 17 y sigs.
en el poder. Un modelo de ese tipo lo hemos observado, antes, en el régimen pactista de la Cataluña clásica.
Como muy juiciosamente observa el mismo Galváo de Sou­sa (125) : «Cuanto más amplia sea la representación de la sociedad ante el poder, tanto más perfecta podrá ser. Pero, la representación de la sociedad en el poder, para compartir la dirección de la cosa pública, tiene que ser restrictiva, y cuanto más rigurosa sea la se­lección, tanto más perfecto será el gobierno».
El gobierno representativo se esfuma cuando la representación se apoya abstractamente en el pueblo soberano, confundiéndose la representación y el ejercicio del poder en el órgano representativo. Así, ocurre, a partir de la Revolución francesa, casi sin excepción en los regímenes denominados democráticos.
La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 proclamó: «El principio de toda soberanía reside esencial­mente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejer­cer cualquier autoridad que no emane de ella expresamente».
Galváo de Sousa (126) explica cómo por los hombres de la revolución se entendía la nación soberana. «No en cuanto comuni­dad histórica, formada por familias u otros grupos con. hábitos socia­les, creencias y aspiraciones transmitidas de generación en generación. No reflejada y palpitante en el pueblo real, heredero de un linaje de tradiciones. No en su afirmación concreta de unidad cultural y política, marcada por peculiaridades características de su manera de ser, de un estilo inconfundible con el de otras comunidades del mismo género». Lo que efectivamente expresaba la declaración de 1789 era: «la nación en abstracto, unidad política ideal»; «el ciu­dadano abstraído de sus intereses reales y aureolado con intención virtuosa (del hombre naturalmente bueno de Rousseau...) para el interés común»; y «una representación abstracta, que concretamente no representa nada, y en que la amplitud del mandato o delegación recibida por cada diputado desvanece la relación entre su propia vo­luntad y la voluntad del cuerpo electoral, a su vez transfigurada en

       125 Ibid., cap. II, 5, pág. 30.
        126 Ibid., 9, págs. 42 y sigs.
la igualmente abstracta volonté générale». El diputado «no repre­senta a los electores, como ocurría en tiempos del mandato impera­tivo, sino a la propia nación, y la voluntad nacional se corporifica en la voluntad de sus presentantes».
X. La representación política como suplantación de los re­presentados.
 
A su vez, la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, dice en su artículo 21, párrafos 1 y 3:
«1. Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente esco­gidos».
«3. La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto y otro procedimiento equivalente que garan­tice la libertad de voto».
Los dos transcritos párrafos de esa Declaración resultan contra­dictorios, porque la verdadera participación política, como hemos visto, es imposible al verdadero pueblo cuando aliena totalmente sus facultades a un parlamento elegido por sufragio universal y cuyos miembros no quedan ligados bajo mandato imperativo con los sec­tores naturales del pueblo dotados de vitalidad propia. En esos casos, esta mínima participación por el sufragio se agota con la emisión del voto.
La verdadera participación, como hemos escrito en otro lu­gar (127), es una interacción entre lo múltiple y lo uno. Una inte­racción que confiere a la multiplicidad un cierto sentido de unidad funcional superior. Produce, pues, una armonía de lo múltiple con lo uno, de modo
(127) «La participación como interacción de lo múltiple con lo uno», en Algo sobre temas de hoy, Madrid, Speiro 1972, VI, 5, págs. 217 y sigs.
tal que, sin romper la unidad de éste, tampoco destruye aquella mul­tiplicidad. Esa es una condición esencial de la verdadera participación.
No hay participación cuando, en lugar de interacción, hay dia­léctica entre los elementos múltiples o entre éstos y la unidad inte­gradora.
Tampoco la hay, si lo múltiple desaparece absorbido en la uni­dad superior, pues, por definición, la participación requiere una multiplicidad armonizada hacia un fin común.
Por eso, la multiplicidad se diluye en una nueva unidad colec­tiva cuando se pretende que el conjunto de elementos múltiples go­biernen la totalidad de un modo general, y, entonces, paradójica­mente, la participación real desaparece sustituida por una pseudo-par ticipación que se limita a discutir en una asamblea y, al final, a emi­tir, un voto para afirmar una pretendida «voluntad colectiva», o sim­plemente para desginar uno o varios representantes comunes, ya sea con mandato imperativo o bien sin él.
Nos explicaremos: lo múltiple sólo es tal mientras cada elemento mantiene su individualidad propia dotada de ámbito propio, con com­petencia determinada. Si éstas se esfuman, aquélla queda adsorbida en lo colectivo.
La verdadera participación, como armonía de lo múltiple con lo uno, requiere diversidad de competencias en la unidad superior y de cada elemento de la pluralidad. Competencia que de modo natural es determinada dinámicamente por el llamado principio de subsidia­riedad, que va fijando la competencia que corresponda a cada cuerpo- social más amplio para suplir o complementar lo que sus elementos integrantes no puedan realizar.
El mayor error consiste, confundiendo los términos, en querer que participen todos en todo, en lugar de participar actuando cada cual en su propia esfera de competencia.
Con la formación de órganos colectivos, de los que se afirman que representan a todos porque lo integran representantes de su pluralidad, tampoco se desarrolla una verdadera pluralidad; y, por tanto, ésta no participa realmente en ella, que, por el contrario, le resta parte del ámbito de propia competencia. La razón estriba en que con ese órgano se forma otra unidad colectiva, que viene a concurrir con los representantes de la unidad total, o sea, si se trata de un país, con los órganos de gobierno de éste. Resultan, por tanto, dos unidades de diversa composición : una tal vez personalmente única (pensemos, v. gr., en un jefe de Estado, o en el Papa) y otra colectiva o colegial (v. gr., un Parlamento a una Asamblea epis­copal) que, si bien trata de subsumir en su unidad colegial la plu­ralidad no hace sino sustituirla, pues ésta no se halla en ella sino fuera de ella. La suplanta en la misma medida en que le absorbe sus funciones. Estos representantes no forman verdaderamente una pluralidad sino cuando están situados todos y cada uno en la propia esfera y en sus respectiva competencia (cada Municipio con su Ayuntamiento, cada Diócesis con su Obispo, en el gobierno peculiar de una u otra).
Es, aún, más plena esa absorción de la pluralidad por la unidad colectiva cuando el mandato, conferido en cada cuerpo, se estima que no es imperativo, por considerar que, con la elección del repre­sentante o procurador respectivo, cada cuerpo se circunscribe a de­signar un componente más de la unidad colectiva, y que éste en ella ya no es portavoz del interés particular del elector para lograr la coordinación recíproca del de todos dentro del auténtico interés general, sino sólo del interés colectivo de la unidad superior. De ese modo, se crea otra representación de la unidad superior, diversa de la Jefatura o Gobierno. Y, aunque cada una de ellas contemple po­siblemente la unidad desde puntos de vista contrapuestos, lo cierto es que la pluralidad se esfuma en la unidad colegial tanto más cuanto más subsumida resulte aquélla en tal órgano colectivo y cuanta ma­yor competencia absorba y se atribuya a este último, en detrimento de las decisiones y actividades peculiares de los cuerpos o de las unidades integradas de la pluralidad. Absorción que es plena si se parte de la aliénation totale.
XI. Confusión de gobierno y representación.
Los mismos defectos de la Declaración del 1789, se mantie­nen en la de la ONU de 1948. Siguen confundiéndose el gobierno y la representación, como ocurre en las democracias modernas desde fines del siglo xviii. También explica Galváo de Sousa (128) el camino de esa confusión.

  • En el régimen histórico representativo del Bajo medievo
    del que hemos mostrado el ejemplo catalán— autoridad y repre­sentación se distinguen perfectamente; y —añadámoslo-- pactan en­tre sí, sin alienación alguna de las libertades correspondientes a las familias, municipios y demás comunidades.
  • En las monarquías absolutas, en las que comienza la cen­tralización del Estado moderno, y se mutilan o esterilizan las ins­tituciones representativas: la autoridad suprime la representación.
  • Con el triunfo en Francia del absolutismo democrático, se trató de que la representación absorbiera la autoridad; aparte de que esa representación dejaba de serlo del pueblo en concreto, en su multiplicidad, alienada a la voluntad —más o menos manipulada— de la mayoría,
  • Finalmente, en la fase de crisis de la democracia, con el for­talecimiento del ejecutivo y el caos parlamentario, vuelve a intentar aquél que la autoridad repela la representación; o, tal vez, más aún,
    trata de que una manipulada representación facilite la mayoría par­lamentaria al partido que detenta las palancas de mando del mismo ejecutivo.
    Por el contrario, las enseñanzas pontificias han mantenido la distinción, entre el poder del Estado y el pueblo con su vida y re­presentación propia.
    Así, Pío XII, en su discurso sobre la democracia (129), dijo:
    «Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, nasa, son
    dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve de su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y según su manera propia— es una persona consciente de su propia responsabilidad y sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera

     128 José Pedro Galváo de Sousa: op. últ. cit., cap. IV, 3, pág. 82.
     129 Pío XII: Radiomensaje de Navidad de 1944, núm. 16.
 el impulso exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, presta a seguir hoy esta bandera, mañana otra distinta. De la exuberancia de la vida propia de un verdadero pueblo se difunde la vida, abundante y rica, por el Estado y por todos los organismos de éste, infundiéndoles, con un vigor renovado sin cesar, la conciencia de su propia responsabilidad, el sentido verdadero del bien común. El Estado, por el contrario, puede servirse también de la fuerza elemental de la masa, mane­jada y aprovechada con habilidad; en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos reagrupados artificialmente por tendencias egoís­tas, el Estado mismo puede, con el apoyo de la masa, reducida a simple máquina, imponer su capricho a la parte mejor del verda­dero pueblo; el interés común queda así gravemente lesionado por largo tiempo, y la herida es con frecuencia muy difícil de curar».
Y, más adelante (130), añade: «... Todo cuerpo legislativo —co­mo lo atestiguan indubitables experiencias— tiene que reunir en su seno una selección de hombres, espiritualmente eminentes y de firme carácter, que se consideren como representantes de todo el pue­blo y no como mandatarios de una muchedumbre, a cuyos particu­lares intereses se sacrifican, desgraciadamente con frecuencia, las verdaderas necesidades y las verdaderas exigencias del bien común. Una selección de hombres que no quede limitada a alguna profesión o condición determinadas, sino que sea la imagen de la múltiple vida de todo el pueblo».
Paulo VI (131), a su vez, expresó que la democracia: «Supone un equilibrio que puede ser vario, entre la representación nacional y la iniciativa de los gobernantes; implica cuerpos intermedios li­bremente formados, reconocidos y protegidos por la ley, normal­mente consultados en las cuestiones de su competencia».

Y Juan Pablo II (132), escuetamente, ha dicho, «... el Estado comprende su misión sobre la sociedad, según el principio de subsidiariedad, que quiere expresar la plena soberanía de la nación ». Expresión muy diversa o, más propiamente , contrapuesta a la Declaración de 1798

     130  Ibid., núm. 26.
       131 Paulo VI: Carta del Cardenal Secretario de Estado en nombre del Papa a la Semana Social Francesa de Caen.
       (132) Juan Pablo II: Alocución a la Conferencia Episcopal Polaca con motivo de su 169 Asamblea plenaria, el martes 5 de junio de 1979, en el Santuario de Jasma Gora.
 
 
JUAN VALLET DE GOYTISOLO
TRES ENSAYOS
Cuerpos intermedios
Representación política
Principio de subsidiariedad
EDITORIAL SPEIRO S.A. Madrid 1981