martes, 2 de septiembre de 2014

Tradiciones traicionadas (Juan manuel de Prada)

Tradiciones traicionadas

      
He leído que en un pueblo riojano se ha celebrado un encierro de... ¡bisontes americanos! Y he sentido mucha lástima por las gentes de ese pueblo riojano, lástima por tantos pueblos españoles que han traicionado sus tradiciones y luego las han suplantado por sucedáneos paródicos y denigrantes, lástima de vivir en un tiempo oprobioso que ha hecho de nosotros pobres lacayos de modas adventicias y efímeras, sometidos al capricho extranjero, a la colonización idiotizante de los mass media y a la tiranía de nuestras propias pulsiones desnortadas, que hoy quieren participar en un encierro de bisontes y mañana tal vez de renos (¡con los mozos disfrazados como el fantoche navideño llamado Santa Claus, oiga!). Escribía Saint-Exupéry que solo una filosofía del arraigo, al vincular al hombre a su familia, a su oficio y a su patria, lo protege contra el abismo del espacio; y que solo la adhesión a unos ritos y tradiciones lo protege contra la erosión del tiempo. Perdido este sentido del arraigo, nos convertimos en zascandiles arrojados al basurero de la historia que organizan encierros de bisontes.
Si los pueblos españoles abandonan sus formas de vida ligadas al cultivo de la tierra y la crianza del ganado, es natural que sus mozos dejen de ver en el toro bravo una fuerza de la naturaleza frente a la cual desean probarse; y el tiempo que antes dedicaban a las faenas agrícolas y ganaderas (que han abandonado gracias al soborno de la Unión Europea) lo dedican ahora a vivir enchufados al televisor, donde de vez en cuando, mientras zapean como zombis lobotomizados, ven una película de Kevin Costner con una estampida de bisontes. Y como su alma guarda todavía una reminiscencia o nostalgia de las tradiciones ancestrales, aunque sea una nostalgia aturdida por el ruido entontecedor de las modas extranjeras y los mass media, esos mozos concebirán, inevitablemente, la delirante idea de organizar un encierro de bisontes, que para entonces les resultarán unos bichos casi tan exóticos como los toros.
El apego a las tradiciones, al crear lazos entre los hombres, forma pueblos fuertes, inexpugnables al saqueo material y moral; y de estos pueblos hondamente vinculados nacen las personalidades más fuertes y diversas. Los pueblos sin tradiciones, en cambio, están abocados a la soledad más hosca, que es la que a la vez que predica el individualismo conduce a la masificación; y de estos pueblos, inermes ante los expolios morales y materiales, solo brotan personalidades flojas y mostrencas, debilitadas por la obsesión de independencia y libertad, que sin embargo acaban haciendo invariablemente las mismas gilipolleces gregarias. Por eso las sociedades sin tradición son, paradójicamente, el paraíso de la estadística: porque allá donde no hay tradiciones (que son el cauce por el que fluye nuestra personal originalidad), el comportamiento de las gentes, aparentemente errático, es sin embargo fácilmente previsible, casi automático. Pero quienes nos desean ver convertidos en masa solitaria, reducida a la esclavitud, no nos arrebatan abruptamente nuestras tradiciones (por temor a que la reminiscencia o nostalgia que anida en nuestras almas nos empuje a la rebelión), sino que se divierten entregándonos sucedáneos paródicos que, a la vez que actúan como placebos de nuestro dolor, a ellos les permiten divertirse cruelmente a nuestra costa, viéndonos cultivar aficiones y hábitos chuscos y estrambóticos.
Nada complace más a quienes nos quieren reducir a masa solitaria que vernos organizar encierros de bisontes, después de que hayamos olvidado la crianza del toro bravo. Nada les complace más que vernos comer (¡relamiéndonos!) una birria ferranadrianesca cocinada con nitrógeno líquido, después de que hayamos olvidado cocinar (¡y hasta saborear!) unas sopas de ajo. Nada les complace más que vernos bailar espasmódicamente con una putilla empastillada a la que no conocemos de nada en una discoteca, después de que nos hayamos olvidado de bailar un chotis con nuestra vecinita en las verbenas. Nada les complace más que vernos cantar en misa canciones guitarreras y oligofrénicas, después de que nos hayamos olvidado del canto litúrgico. Nada les complace más que brindarnos consejo en la elección de novia a través de una agencia de contactos de interné, después de que hayamos renegado del consejo de nuestra madre.
Así nos quieren: despojados de nuestras tradiciones, reducidos a un gurruño humanoide que se revuelca complacido en sus deyecciones, alimentado con sucedáneos paródicos, sórdidos o irrisorios. Convertidos en rebaño, en chusma, en piara a la que, además, cobran por el suministro de sucedáneos.

Aberraciones (Juan Manuel de Prada)

ABERRACIONES

JUAN MANUEL DE PRADA
 
Así, exactamente así, es como se siembra la atracción por el mal; así, exacerbando la curiosidad pública sobre vicios aberrantes
 
CUENTA Leonardo Castellani que, visitando allá por los años treinta el Museo de los Horrores de Nuremberg, el dominico Renard le dijo:
 
–La Edad Media ocultaba el crimen y ostentaba el castigo; y hacía ostentación del castigo para posible corrección del culpable y, en todo caso, para gloria de Dios y enseñanza del pueblo… La edad nuestra oculta el castigo y re-super-publica el crimen; y el crimen, en volandas de la publicidad macabra, se convierte en una imagen obsesiva morbosamente atractiva para el pueblo y altamente ofensiva a Dios.
 
He recordado estas sabias palabras mientras zapeaba en televisión, brincando de reportaje morboso en reportaje nauseabundo sobre el «pederasta de la Ciudad Lineal», con su aderezo posterior de comentarios sensacionalistas. Algo muy semejante ya había tenido ocasión de verlo con otros casos nefandos que tienen a niños como víctimas, como el de Asunta, o en general con casos que incluyen aberraciones sexuales. Estos carroñeros siempre obran según el mismo método: aunque hipócritamente no entran en detalles, lanzan –entre elipsis y sobrentendidos– las mayores truculencias, sembrando el escándalo entre los espíritus más candorosos y sugestionables, halagando los espíritus más estragados y llamando la atención de hipotéticos tarados que tal vez hasta ese momento jamás hubiesen concebido delitos tan abyectos, pero a quienes la cháchara morbosa (a veces ilustrada con «teatralizaciones») enardece. Así, exactamente así, es como se siembra la atracción por el mal; así, exacerbando la curiosidad pública sobre vicios aberrantes, se despiertan demonios que estaban dormidos.
 
Si una persona sanamente constituida con frecuencia necesita de vigorosos esfuerzos, y aun de ayuda divina, para defenderse de ciertas pasiones torpes, ¿qué no ocurrirá cuando la persona es floja de carácter, carece de frenos morales y respira una atmósfera donde las aberraciones se «re-super-publican»? No es necesario ni siquiera recurrir a moralistas jeremíacos para hallar la respuesta: Taine en filosofía y Zola en literatura ya nos mostraron la función decisiva que el medio ambiente desempeña en la formación (y en la deformación) del carácter. El vicio, para prosperar, requiere un clima propicio; y hasta las mismas taras innatas (mucho menos frecuentes de lo que la corrección política y el cine de psicópatas pretenden) son reprimidas en su ejercicio cuando la atmósfera social repele los desvíos y degeneraciones. Pero allá donde tales desvíos y degeneraciones no son repelidos, sino aireados y glosados por los medios de comunicación (a veces con farisaico escándalo, a veces con la intención apenas disimulada de excitar la curiosidad), resultará inevitable que quien padezca alguna propensión abyecta se sienta inducido a darle rienda suelta.
 
Chesterton lo explicaba maravillosamente: «El mundo se ha teñido de pasiones peligrosas y rápidamente putrescentes; de pasiones naturales convertidas en pasiones contra natura. Así, el efecto de tratar la sexualidad como cosa inocente y natural es que todas las demás cosas inocentes y naturales se empapan y manchan de sexualidad. Porque no se puede conceder a la sexualidad una mera igualdad con emociones o experiencias elementales como el comer o el dormir. En el momento en que deja de ser sierva se convierte en tirana». En efecto, cuando las pasiones se desembridan, acicateadas por la publicidad, se convierten en pasiones putrescentes, ansiosas de conquistar nuevos finisterres de perversidad que combatan el hastío de la carne. Contra facta argumenta non valent; pero nuestra época es experta en negar los hechos.