sábado, 21 de junio de 2014

Una refundición secularizada de la monarquía (Roberto Esteban Duque)


LA FRAGILIDAD DEL BIEN

Una refundación secularizada de la monarquía


El principal fracaso del comienzo de su reinado, Majestad, tiene su origen en la negación relativa a Dios.

Ha perdido Felipe VI voluntariamente la gracia -si es que tenía alguna- cuando propone una especie de refundación secularizada de la monarquía, una comedia semejante a la que, respecto a la realeza, ofrecían en Francia en el siglo XIX los monárquicos constitucionalistas, que en su inmensa mayoría eran republicanos de corazón; “una monarquía renovada para un tiempo nuevo”, la de ateos vergonzantes que prefieren seguir guardando cerdos antes que regresar a Dios, sin ninguna indigencia religiosa que les haga añorar un hogar celeste en la tierra, y la de usurpadores del ámbito público que reconocen la primacía de la moral en la vida política pero no el fundamento de la moral en la tradición cristiana.

  Dice Felipe VI, en su Mensaje con motivo de su proclamación como nuevo Rey de España, que nuestra historia nos enseña que “los grandes avances de España se han producido cuando hemos evolucionado y nos hemos adaptado a la realidad de cada tiempo”, mirando más allá de nosotros mismos, compartiendo “una visión renovada de nuestros intereses y objetivos comunes”.

  Pero conocer el espíritu del tiempo para convertirse a él significa buscar sus causas a mayor profundidad que la de situar, como hace Su Majestad, el bienestar de España en “el conocimiento, la cultura y la educación”. No podemos contentarnos con mirar las apariencias exteriores para conocer el espíritu del tiempo, sino ir a las raíces que, como siempre en la historia del espíritu, pertenecen al estrato religioso que el Rey de España se obstina con gran error en ignorar. Porque el principal fracaso del comienzo de su reinado, Majestad, tiene su origen en la negación relativa a Dios, que es tanto -según observara C. S. Lewis- como la abolición del propio hombre.

  La monarquía, como viene siendo habitual en las democracias modernas, reniega del Evangelio y del cristianismo en nombre de la libertad, traicionando las raíces evangélicas de la democracia. ¿No irá Felipe VI más allá de la aconfesionalidad del Estado cuando se niega, sin demasiada resistencia de las diversas instituciones y asociaciones de la nación, a reconocer públicamente la profunda tradición católica de los españoles?

  Cuando el hombre no necesita a Dios se consagra a lo puramente material, a creer que el patrimonio de una nación es sólo conquista de libertades públicas y derechos sociales,  con el deber añadido de “impulsar las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación” como las “verdaderas encargadas de crear riqueza”, olvidando la comunidad de vínculos universalmente religiosos que constituyen los primeros lazos sociales y las mayores reservas de sentido en la vida colectiva de los pueblos.

  Necesitar sólo las bendiciones de un “humanismo ético que elimine discriminaciones, afiance el papel de la mujer y promueva la paz”, es tanto como privar al hombre de su enlace vertical, refundar la monarquía expulsando de ella la presencia de la Cruz, para reducir el bien humano a lo meramente temporal. Necesitar sólo la bendición del progreso es reconocer una religión social -porque il faut un Dieu pour le peuple, como dirá Voltaire-, pero destruir la visión tradicional cristiana de la historia, corrompiendo todo con el ridículo de querer renovarlo todo.

  Abolir la religión del escenario público es el mayor de los ridículos de un Jefe de Estado, el más peligroso de los dogmatismos creados al comienzo de su reinado. Alejar a Dios de la vida de los ciudadanos y desplazar el mundo religioso del centro de la vida social, cultural y política, es tanto como abrir un proceso contra Dios desatando al Estado completamente de la tradición cristiana, para terminar por originar un evidente conflicto: el choque entre la fidelidad al credo católico heredado y la intención constitucional y también monárquica de extirpar esas creencias con la indiferencia, la desacralización y la expulsión del Dios de los cristianos del foro público.

  Comienza así a sembrar la monarquía un Estado autosuficiente, encargada de doblar las campanas a un Dios moribundo que hace vigente el aforismo del “hombre loco”, de Nietzsche, cuando pinta el extravío del hombre que ha roto los vínculos con Dios y con el mundo religioso, estando ya felizmente abatidos. Nos harán incluso llegar a pensar que creer en Dios es señal del cobardía y falsedad,mauvaise foi de un yo que es incapaz de hacerse cargo de su propia libertad, como sentenciaraSartre.

  Felipe VI ha emprendido, lo quiera o no, una revolución silenciosa, una apostasía tácita contra la fe, la suficiencia de quien pretende que el pueblo viva sin valores vinculantes trascendentes, de disipar las raíces cristianas y el Credo católico de España. Este silencio de Dios nos llevará a una religiosidad simplemente religiosa, sin contacto con la vida inmediata, irreconocible y reducida a doctrina y práctica puramente religiosa, sin más valor que proporcionar solemnidad al nacimiento, las bodas y la muerte. La indiferencia y negación pública sobre el Nombre de Dios por parte de Felipe VI al no pronunciarse en su proclamación como Rey sobre la importancia del hecho religioso en la vida de los pueblos, contribuirá a que Dios no tenga otro valor, como señalara Rilke, que el de una “dirección para el amor”. Lo dirá también con agudeza Ratzinger: “Cuando no se entiende que el hombre se encuentra en un estado de enajenación que no es solo económico y social, sino tal que no puede remediarla con sus propios esfuerzos tampoco es ya posible comprender que necesite a Cristo Salvador”.

 

  Se inmola, Majestad, pero no en el altar del bien y de la verdad, sino en el altar del orgullo, donde de oferente y servidor se ve tornado en creador y dueño de sí mismo, en un error que se resuelve en la herejía contemporánea de negar a Dios para dejarlo atado a su cielo como Encélado a su roca, desprovisto ya el hombre de amor a lo alto y sólo ocupado en un reinado donde de los altares olvidados han hecho su morada los demonios. ¡Pobre loco!

 

La Gaceta

 

21 de junio 2014