lunes, 21 de abril de 2014

Sacrilegios ante el altar del nacionalismo


                                          
Sacrilegios ante el altar del nacionalismo
 

La insistencia en las bondades del nacionalismo no acaba de ser convincente, quizá convenga aclarar alguna de las opiniones anteriores:

 

1º. Es  notable y esperanzador  que hoy día alguien haya transitado por los escritores dedicados a temas tradicionales; eso no obsta para que a pesar de tales lecturas se siga confundiendo tradición y tradicional con tradicionalismo. El tradicionalismo está efectivamente fascinado por el cualquier tiempo pasado fue mejor, no hay más que ver los restos hoy existentes del carlismo, y su obsesión por un legitimismo monárquico desaparecido hace décadas, si no siglos. El tradicionalismo es una de las muchas degeneraciones de la tradición, esta última muy por el contrario carece de dependencia temporal. El transcurso del tiempo agota fatalmente posibilidades de realización en las condiciones espacio-temporales en que vivimos, eso es todo; quizá esto choque al pensamiento moderno que ve en el tiempo un reservorio de posibilidades infinitas a desplegar; ignorando la limitación básica que es en si el tiempo. El progreso y el regreso nada tienen que ver con la metafísica. Las calificaciones de progreso al revés y otras, solo derivan de actitudes emocionales optimistas con el tiempo, que no encajan en la concepción del tiempo de ninguna verdadera tradición.

 

2ª.  Poder y violencia siempre fueron juntos – inevitable-, pero no me refería a eso; lo que quería remarcar es que jamás ha existido una violencia comparable ni de lejos a la aplicada desde la aparición del Estado moderno. Es fácil informarse acerca de ese extremo. Ya las guerras napoleónicas, con sus leva general del pueblo, convirtió las guerras por la liberación revolucionaria en atroces carnicerías, que hizo de las guerras del siglo XVIII  unas guerras de minuetto por comparación. Correremos un tupido velo sobre las guerras mundiales de naciones modernas y sus secuelas (acaso inevitables etapas del progreso, asegurará alguno). Nada por tanto que ver con el moderno pacifismo.

 

  No se muy bien que quiere decir eso de la diversidad como añagaza para ocultar diferencias sociales: supongo que hay que suponer  para entenderla la moderna reducción de lo social a lo económico - única dimensión que hoy se entiende -, y a continuación seguir suponiendo que la mala conciencia de los potentados económicos oculta hipócritamente sus prebendas con la apelación a las diferencias. Parece la interpretación pedestre propia del progresismo más burdo y menesterosos que clama por la justicia homogenea (nada más injusto que la igualdad homogénea).

 

4ª El estado moderno en cuanto gestor del capitalismo - en cualquiera de sus variantes liberal o estatal-, no ha tenido como meta aminorar las desigualdades sociales más que en la medida que eso constituía un peligro para su propia supervivencia. Jamás fueron mayores las desigualdades económicas entre las personas que las hoy existentes en el estado moderno e idealmente homogéneo, cualquier examen de la distribución de la renta confirma este extremo. Las diferencias económicas de entre un señor feudal y su último siervo eran sencillamente ridículas comparadas entre las de B. Gates  y  un informático de a pie.

 

5ª ¿ Igualdad soviética?. Si algún estado fue escandalosamente desigual fue precisamente el estado llamado soviético, donde las diferencias entre el ciudadano, el miembro del partido y no digamos la nomenclatura, eran dignas de las más feroces satrapías orientales. 

 

  Las diferencias sociales producen al parecer conflictos e inestabilidades; habría que añadir que conflictos e inestabilidades para el estado moderno. Hasta los tiempos modernos no se habían criminalizado las diferencias, y  maldita la falta que tenía el personal  de homogenizaciones.  Tradicionalmente distinguía la escolástica entre autoritas y potestas, que en una de sus acepciones se puede traducir por autoridad espiritual y poder temporal; la una interna y la otra externa. La nación moderna por principio carece de autoritas,  autoridad espiritual, lo interno; por tanto no le queda más que la potestas, el poder temporal, lo externo sin ningún fundamento espiritual, sin ningún anclaje interno, por eso todo son enemigos potenciales a vigilar, todo se puede convertir en un huracán destructor; nada extraño por tanto la espiral inflacionista de poder; la paranoia es el fundamento del estado moderno; solución: camisa de fuerza homologada.

Pertenecias múltiples, diversas e irreductibles, no pertenecias nacionales


Pertenencias múltiples, diversas e irreductibles, no pertenencias nacionales

                                                                                                              

 

Conviene aclara algunos extremos.

 

  De una manera rigurosa – que no tengo la menor intención de pormenorizar aquí- tradición no significa pasado, ni siquiera origen sino más bien intemporal y eterno; soy consciente de que esto no es un lenguaje fácilmente accesible en la actualidad. Es decir el que verdaderamente se adhiere a la tradición no sigue a los antiguos sino que busca lo que los antiguos buscaban. Una cosa es aprender del medievo y otra cosa es su imposible resurrección.

 

  La moderna uniformización del estado moderno ha sido la antesala de la uniformización robótica  mundialista, con toda la enorme pérdida de diversidades de todo tipo, difícilmente recuperables. La gestación de la nación moderna y el correspondiente nacionalismo moderno ha producido y sigue produciendo una cantidad tal, de sangre, atropellos, muertes y crímenes millonarios, violencias inauditas y guerras feroces como ninguno de los episodios que se recuerdan desde la aparición del ser un humano sobre el globo terrestre; por lo tanto no veo con alborozo la perpetuación de semejante orden político bajo el adjetivo vagamente honorificiente de que se trata nada menos que de la modernidad, y que por tanto ser nacionalista es algo así como un título de orgullo. Nación y confrontación, nación y guerra, nación y empobrecimiento vital de todo tipo son términos inseparables. Parece que la consigna es: desaparezcamos en nuestras irrepetibles singularidades para sobrevivir (obviamente no como posibles castellanos de ahora sino como vagabundos de un chato mundialismo).

 

  La igualdad formal externa que propugnaba el viejo lema de la revolución francesa, carece del menor sentido si no es precisamente para estimular al máximo la inimitable singularidad interna. Otra cosa es que se pretenda una sociedad cuartelaria (presente en nuestra memoria el comunismo soviético), o el corral de borregos.

 

4º El nacionalismo moderno constriñe y condiciona las pertenencias múltiples, diversas e irreductibles del ciudadano. Los zarpullidos agudos de nacionalismo periférico  en la península ibérica son muy instructivos en ese sentido. El hombre tiene pertenencias múltiples que no es lícito castrar con nacionalismos de vario pelaje. Un hombre es parte de una familia, miembro de concejos varios: locales, vecinales, municipales, regionales, nacionales, continentales; partícipe de asociaciones  profesionales, culturales, miembro de una organización de dimensión espiritual (cada vez menos), perteneciente a una región (Castilla), luego a un reino (en otras épocas eso era España) o nación, a una organización continental que es  el origen del despliegue de una civilización (eso fue antaño Europa, pero mientras no se bombee y achique el nacionalismo es difícil que se recupere esa función). Todo eso por no hablar de la patria que supone un amor, una obra maestra, o un momento de rapto nouménico. La base del error político moderno es intentar castrar las posibilidades humanas con el nacionalismo.

¿Patriotismo español? (Emilio Lamo de Espinosa)

 

¿Patriotismo español? 

Emilio Lamo de Espinosa. 

EL País

Jueves, 22 de noviembre de 2001

 

 

El nacionalismo español nunca parece haber sido fuerte. No lo fue a lo largo del siglo XIX por la debilidad del Estado liberal, aunque debemos recordar que, incluso en Francia, el más fuerte y centralizado de los Estados europeos, y a finales de ese mismo siglo, los campesinos aún se sentían bretones o saboyanos más que franceses. De hecho, fueron las dos grandes guerras mundiales las que azuzarían el nacionalismo en Francia o Inglaterra. España, por supuesto, no participó en ellas pero sí en varias guerras civiles durante el XIX más la espantosa matanza del 36-39, ciertamente no el mejor ambiente para el florecimiento del patriotismo, de modo que la cultura española se ha regodeado más en la excepcionalidad de nuestra decadencia que en la de nuestra eventual grandeza. Y por si fuera poco, y de modo similar a lo que ocurrió en Alemania e Italia, el franquismo abusó de los escasos símbolos de unidad dejándolos casi inservibles. El resultado, que puede sorprender a muchos, es que los españoles somos uno de los pueblos menos nacionalistas.

 

No es una opinión a la ligera y me baso para ello en el Informe Mundial sobre la Cultura editado por la Unesco (en inglés en 2000), y concretamente en el capítulo 14, escrito por Jos W. Becker con datos de una encuesta internacional realizada en 24 países de todo el mundo. Para comenzar, los españoles somos muy localistas y, comparados con otros países, nos identificamos bastante más con la provincia y la ciudad de residencia y mucho menos con el propio país. Además, el orgullo de ser español sigue siendo muy bajo. De los 24 países estudiados, y junto con los Países Bajos, somos los que estamos menos de acuerdo con la frase quiero ser ciudadano de mi país. La media es del 47% pero en España baja a nada menos que el 25%. Para comparar, en un país fuertemente nacionalista como es Japón, sube al 72%. Otro tanto ocurre con la idea de que mi país es el mejor; la media es del 18%, pero en España es del 6% y en Japón del 52%. Son datos reveladores de muy escaso orgullo nacional.

 

 

Sin duda por ello exigimos bastante poco de quien desee ser ciudadano español. Respecto a los criterios necesarios para ser un verdadero ciudadano somos los menos exigentes en el requisito de hablar una lengua, sin duda el indicador más fuerte de nacionalismo identitario; sólo un 32% de los españoles lo exige cuando la media es del 59%. Pero incluso en el requisito de haber nacido en el país o en el de ser residente por largo tiempo estamos en los últimos lugares.

 

Así, y para terminar, no es de extrañar que cuando el informe de la Unesco elabora un ranking de los 24 países por su nivel de nacionalismo, España ocupa el lugar 23, el penúltimo, seguido por los Países Bajos y precedido por Italia. Hay quien dice que, patriotismo, ni siquiera el constitucional. Pues bien, eso es lo que parecen opinar ya los españoles, mucho antes de que tratemos de convencerles.

 

De modo que la propuesta del PSOE, aceptada al menos inicialmente por el PP, de hacer del patriotismo constitucional la base de un nuevo nacionalismo español postnacionalista encuentra terreno abonado. No debe sorprender por ello que sean los nacionalismos vasco o catalán quienes se oponen a esta formulación. Ambos siguen anclados en concepciones decimonónicas de la nación basadas en la lengua, ambos tratan de enfervorizar a sus ciudadanos con símbolos y ritos, ambos entienden sus patriotismos de modo sustancial y excluyente y necesitan por ello un enemigo al que poder zaherir con el argumento de que “ tú sí que eres nacionalista “. Nada puede desorientarles más que encontrarse con que los españoles apostamos por una ciudadanía cosmopolita y abierta frente a la cual carecen de argumentos. Por eso, porque comparto ese patriotismo constitucional, me irrita y disgusta tanto como a ellos el menosprecio de que han sido objeto en la composición del Tribunal Constitucional y las impertinentes declaraciones de su presidente, o el más reciente de la Warner al negarles autorización para el doblaje de una película al catalán. Por una vez tiene razón Pujol, aunque sea con argumentos contrarios a los suyos.

 

Pérez Reverte sobre los bandarras de ahora



 

Que un Presidente de una Comunidad Autónoma sea un delincuente y no acate la Constitución ni legislación vigente alguna, poniendo en peligro el Estado, no es problema que obligue al Gobierno de la Nación a tomar medidas. Que unos sindicatos y políticos roben el dinero de los parados, sean imputados por ello y la tomen con la magistrada encargada del caso, tampoco es punto de grave preocupación. Que una Infanta de España sea imputada por posible robo o malversación de fondos públicos, tampoco es algo que desestabilice la Monarquía. Que la política tenga prostituido al poder judicial, rompiendo con las leyes fundamentales de toda democracia, tampoco es objeto de tomar medida alguna al respecto. Que miles de personas se manifiesten en el País Vasco a favor e los terroristas, y de la independencia de este trozo de España, tampoco mueve al Gobierno a tomar medida alguna. Que se quemen banderas de España y retratos del jefe del estado, no mueve al Gobierno a tomar medida alguna. Que de los más de 900 asesinatos de ETA, más de trescientos sigan sin investigarse ni esclarecerse, sin que el Gobierno de la Nación ni nadie inste a las autoridades judiciales a proceder, tampoco es motivo para que el Gobierno actúe. Y así un larguísimo etcétera.

 

   Pero que un Teniente Coronel de la Guardia Civil tome una paella en su cuartel con su padre, un octogenario ex Coronel del mismo Cuerpo, convicto y confeso por un delito cometido hace más de 30 años y por el que cumplió más de 20 en prisión, eso sí, esa paella desestabiliza al país, hace cundir el pánico entre los "demócratas de toda la vida", profundiza la crisis económica en la que nos han metido unos y no nos quieren/saben sacar otros, y entonces, solo entonces, se toman medidas fulminantes: se cesa al Teniente Coronel de la Guardia Civil.

 

   Ya no hay peligro. Ya pasó todo. El Gobierno ha cumplido con su deber. En España no pasa ya nada grave.