martes, 18 de marzo de 2014

Margallo explica a Tardá el "Derecho a decidir"


 Margallo "explica" a Tardá el "Derecho a decidir"
 
Vale la pena escucharlo todo, y difundirlo.
 
 

La llamada de la selva (Juan Manuel de Prada)


LA LLAMADA DE LA SELVA, por Juan Manuel de Prada.
Hace algunas semanas, en los colegios de Madrid (ignoro si sucedió lo mismo en otros lugares) se decretó un viernes festivo. Traté de averiguar, sin éxito, cuál era la efeméride o el santo cuya memoria se conmemoraba; finalmente, tras no pocas pesquisas, supe que el viernes de marras se había decretado festivo por una muy mostrenca y cerril razón: al confeccionarse el calendario escolar o firmarse los convenios docentes, se había resuelto que hubiese X días lectivos; y, puesto que restaba un día excedente de la cifra tasada, se había determinado declarar festivo, a mitad del segundo trimestre, un día cualquiera, a ser posible arrimado al fin de semana. La medida se me antojó (como todo lo que es irracional o caprichoso) aberrante y hórrida, aunque no más que esos «traslados» que se hacen de las fiestas cuando caen en fin de semana, trasplantándolas a otras latitudes del calendario con el mismo desparpajo bárbaro con que Stalin trasplantaba de una región a otra gigantescas poblaciones, desarraigándolas de su suelo y de su cielo, para que nunca más recordasen los paisajes que explicaban su biografía y su genealogía.
A simple vista, parece mucho más salvaje y desaprensivo trasladar de región a una población entera que trasladar las fiestas del calendario, o inventarse fiestas para celebrar la nada. Pero ya Sade, el más influyente ideólogo de la Revolución, lo dejó escrito en «La filosofía en el tocador», obra salida del caletre de un degenerado furioso que, sin embargo, se ha convertido –sin que nadie lo advierta– en el gran prontuario o vademécum inspirador de nuestra época: «No propongo matanzas ni deportaciones; todos estos horrores están demasiado lejos de mi alma para concebirlos ni un minuto siquiera. No, no asesinéis ni desterréis: esas atrocidades son propias de los reyes o de los malvados que los imitaron (…) Sólo hemos de emplear la fuerza contra los símbolos: basta con ridiculizar a quienes los sirven; los sarcasmos de Juliano perjudicaron más a la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón».
Hay una sabiduría muy honda –tenebrosa y pérfida, desde luego, pero muy honda– en este desiderátum sadiano (que es, también, muy sibilinamente sádico). Al exhortar al «empleo de la fuerza contra los símbolos», Sade sabía que estaba incitando a destruir la propia naturaleza humana, puesto que el hombre –aun el más chabacano y utilitarista– es, antes que ninguna otra cosa, un «animal simbólico»: antes, desde luego, que el animal mecánico o económico que postula el materialismo, antes incluso –o siquiera al mismo tiempo– que el «animal político» que definió Aristóteles, porque la vocación sobrenatural inscrita en el alma humana sólo puede expresarse mediante símbolos. Devástense los símbolos –indicaba con acierto Sade– y el hombre prerrevolucionario habrá dejado de existir. En honor a la verdad, aquella devastación de los símbolos que postulaba Sade se había iniciado algunos siglos antes, con el protestantismo, que había vaciado de imágenes las iglesias, haciendo leña de santos y vírgenes y dejando tan sólo una cruz escueta, una pura geometría que invitaba más al libre (¡libérrimo!) examen que a la contrición del alma. Después vendrían las revoluciones, que continuaron destrozando los símbolos más arraigados y sustituyéndolos por sucedáneos chabacanos y alegóricos, generalmente señoras descamisadas y opulentas –doña Razón o doña Revolución o doña Opinión o cualquier otra doña que rimase con cojón– que siempre acababan enseñando un seno frutal, como una poma arrancada del árbol del Edén.
El progresismo o «religión del hombre» –coyunda voluptuosa entre las escurrajas del liberalismo y las escurrajas del marxismo–, menos destrozón y energúmeno que la Revolución, impondría luego una variante de esa fuerza contra los símbolos mucho más acaramelada y merengosa, envuelta en los ropajes de la «neutralidad», como corresponde a una época tan «pacífica y tolerante» como la nuestra; mas no por ello menos nociva. Agustín de Foxá ya lo advertía hace más de medio siglo: «Los nuevos símbolos son cursis y delicuescentes, de un humanitarismo débil y llorón: la Fiesta del Árbol, el Día del Niño y la Semana de Turismo (para hacer olvidar la Semana Santa), la de Bondad, el minuto de silencio (que es la cáscara vacía de la oración); el Soldado Desconocido, socialización del héroe y opuesto al admirable lema tradicionalista de que "Para Dios no hay ningún héroe anónimo"».
En esta aniquilación paulatina de los símbolos, los hijos de Sade siempre han profesado una especial –y lógica– inquina al calendario cristiano, que organiza el tiempo como un don espiritual venido del cielo. Primero los vástagos nacidos directamente del tronco revolucionario pretendieron imponer un calendario desquiciado, inspirado en el zodiaco griego, que bautizaba los meses con nombres meteorológicos y los salpimentaba de festividades que siempre eran ocasión para celebrar a una doña Cojoncia de las que citábamos más arriba. Fracasado aquel intento arbitrista, los hijos epigonales de la revolución, nacidos de sus escurrajas, se han resignado a seguir utilizando el calendario cristiano, pero disfrazándolo de tal modo que no lo reconociese ni siquiera la madre que lo parió (lo cual, dicho sea de paso, tampoco parece importarle demasiado a la madre, un poco distraída o contemporizadora). Y así, mientras la Iglesia reducía sus fiestas de precepto, las escurrajas revolucionarias se pusieron a urdir fiestas civiles, a cada cual más superferolítica y mamarracha, hasta tupir por completo el calendario; para finalmente, con la golosina de «liberalizar» los horarios, cepillarse también el domingo y, con él, la observancia ritual del descanso. Y, una vez banalizadas las fiestas auténticas por una caterva de fiestas mamarrachas, una vez aniquilado el domingo como día de descanso contemplativo –a imitación del Dios del Génesis, que también descansó, y no precisamente porque estuviese cansado, sino porque deseaba «contemplar» la obra nacida de sus manos– y suplantado por días de descanso puramente orgánico, una vez –en fin– convertidas las fiestas en un automatismo vacuo, desgajado del símbolo originario, ¿qué más da trasplantarlas de fecha, como Stalin trasplantaba de región poblaciones enteras? ¿Qué más da, incluso, instituir fiestas jubilares que celebren la nada, como esa fiesta absurda empotrada en mitad del calendario lectivo de la que hablábamos al principio?
Y lo que hemos dicho de las fiestas del calendario valdría para otros muchos símbolos que hasta hace poco vertebraron nuestra vida y hoy han sido reducidos a fosfatina, tras una soterrada pero incansable labor de violencia sadiana. Así, despojándolos de los símbolos que los habitaron durante siglos o milenios, se obtienen pueblos sordos y mudos ante todo su pasado, pueblos zombificados, vacíos de religiosidad, de poesía, de historia; o más exactamente, pueblos que han sustituido la historia de Herodoto por la historia natural de Plinio, dejando de ser pueblo para convertirse en hormiguero o manada (lo que antaño se denominaba «masa» y hogaño «ciudadanía»). Pero que nadie piense que los pueblos despojados de símbolos son desiertos calmos y monótonos; por el contrario, tarde o temprano terminan revelándose eriales escabrosos y acechados de precipicios: porque el alma de los pueblos tiene horror al vacío y los símbolos actúan como barreras que la protegen de ese vacío; y, despojados de sus símbolos, los pueblos se vuelven desalmados y primitivos, vuelven a hacerse fieras, vuelven a acudir, solícitos y rugientes, a la llamada de la selva.

EXPOLIOS

En 1793, Moratín visitaba la Real Academia de las Artes de Londres y afirmaba que solo había 856 cuadros, de los que 331 eran retratos. «Los otros añadía son vistas, ruinas y paisajes. Hay una gran escasez de cuadros de gran composición y estudio, exceptuando media docena de obras ejecutadas por buenos pintores. Lo demás es fundamentalmente mezquino y pueril, propio para adornos de gabinete o cajas de tabaco». Si Moratín hubiese visitado unas décadas más tarde los museos londinenses se habría tropezado con multitud de obras maestras españolas (que, ciertamente, dejan el insignificante arte británico a la altura del betún), que todavía siguen luciendo en sus paredes. Y lo mismo ocurre en museos franceses o americanos, así como en multitud de colecciones privadas logradas mediante la rapiña y el comercio ilícito.
En su obra Pintura española fuera de España, Juan Antonio Gaya Nuño llega a computar hasta tres mil ciento cincuenta tablas y lienzos de todas las épocas que nos han sido arrebatados; pero tal catastro es tan solo la punta del iceberg de un desastre sin paliativos que incluye también obras escultóricas y hasta arquitectónicas, arrambladas por saqueadores que se pasearon por los pueblos de España perpetrando los latrocinios más sangrantes, a veces con beneplácito gubernativo. Tampoco se detiene Gaya Nuño a considerar la multitud de obras que no se hallan en España, pero tampoco fuera de España: obras de arte destruidas por iconoclastas de diverso pelaje, abandonadas a la incuria, despedazadas por la vesania de los hombres. Podría elaborarse sin dificultad una historia de España, durante los siglos XIX y XX, que fuese un relato de los latrocinios artísticos padecidos por nuestra nación. Tal historia podría iniciarse con la ocupación napoleónica de 1808, que permitió a los gabachos repetir en nuestro suelo los episodios de violencia en las personas y en las cosas que caracterizaron la Revolución Francesa. Tal vez la gente tenga una vaga noción de los destrozos y rapiñas perpetrados por la soldadesca, pero ignore que los gerifaltes napoleónicos estaban poseídos por la misma enfermedad: desde el cuñadísimo Murat, que saqueó el palacio de Aranjuez, al hermanísimo Pepe Botella, que huyó de España con centenares de carruajes cargados con obras de arte procedentes del Palacio Real de Madrid (interceptadas luego, por cierto, por Wellington). Y después de los estragos causados por la francesada, vendrían las infaustas desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, que auspiciarían (¡bajo manto legal, como buenos liberales que eran!) un proceso de devastación, disgregación, venta y extravío de nuestro arte religioso sin precedentes... para enriquecimiento de terratenientes, oligarcas y caciques.
Durante el siglo XX prosiguió el expolio, que alcanzaría cúspides de aberración y furor iconoclasta durante la Guerra Civil. Pero, aunque ningún episodio expoliador revistiese la gravedad de los acaecidos durante aquellos años de sangre, las destrucciones de nuestro patrimonio no se detuvieron ahí. Antes y después de la guerra, coleccionistas y anticuarios, a veces extranjeros como el desaprensivo Arthur Byrne, que llegó a desmontar, piedra a piedra, el claustro del monasterio de Santa María de Sacramenia, para solaz del megalómano magnate William Randolph Hearst y a veces autóctonos, como el catalán Federico Marés (¡cuyos incontables saqueos se reúnen tan ricamente en un museo que lleva su nombre en Barcelona!), siguieron expoliando sin remilgos. Y aún el patrimonio español habría de enfrentarse a otra plaga, asociada a la reforma litúrgica, que propició que cientos de iglesias fuesen despojadas de sus altares, sillerías, sagrarios, retablos, púlpitos e imágenes, en un desquiciado deseo de 'adecuar' el arte sacro a las tendencias pachangueras y casposas que se imponían en los primaverales años sesenta.
Los siglos XIX y XX en España constituyen, en efecto, un inacabable rosario de rapiñas y expolios artísticos. Pero, si no nos conformáramos con elaborar un catastro de saqueos y aspirásemos a hacer filosofía de la Historia, descubriríamos que todos estos episodios de latrocinio e iconoclasia obedecen (pese a disfrazarse a veces de codicia, a veces de coartadas ideológicas, a veces incluso de excusas filantrópicas o de aggiornamento estético) a un impulso común. Y ese impulso común no es otro sino el odio religioso, un sentimiento que enardece por igual a los pueblos convertidos en chusma y a sus élites más refinadamente sibilinas, y que encuentra una de sus expresiones más características en la aversión rampante y frenética a la Belleza.


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