sábado, 22 de febrero de 2014

Tronos y cadalsos democráticos (Juan Manuel de Prada)


Juan Manuel de Prada

La opinión de Juan Manuel de Prada

Tronos y cadalsos democráticos

ABC.es
 

Día 16/02/2014 - 05.46h


PARA entender en su entraña más profunda la falsedad hipocritona de quienes ahora se escandalizan de lo que sucede en Navarra hay que empezar por explicar lo que la democracia es. No la democracia en el sentido etimológico de la palabra, ni la democracia de Pericles, ni la democracia de los manuales de ciencia política ni parecidas entelequias de pitiminí, sino la democracia vigente y rampante; y, entendiendo lo que la democracia es, tal vez la gente se diese cuenta de que el escandalete que ahora algunos llevan al cadalso es consecuencia natural e inevitable de los principios que previamente entronizaron.
Observaba Castellani que «democracia» es palabra de la que se hace un consumo extraordinario, repetida por politiquillos y tertulianos con imperturbable (bable, bable, bable) obstinación de maniáticos, a la que se adjudica «un valor más que mágico, como el de una fulgurada de magnesio, en cuyo fulgor uno ve la cara de Dios y al mismo tiempo no ve nada». Dios y la nada, fulgurando a la vez, es imagen que nos da una idea de lo que la democracia es; y Gómez Dávila, con la mordacidad impertérrita de un entomólogo, nos dice lo que no es: «La democracia no es procedimiento electoral, como lo imaginan los católicos cándidos; ni régimen político, como lo pensó la burguesía hegemónica del siglo XIX; ni estructura social, como lo enseña la doctrina norteamericana; ni organización económica, como lo exige la tesis comunista». Porque, como añade el gran ermitaño colombiano, «la democracia es una religión antropoteísta».
 
Y esta religión antropoteísta exige que sean inmolados ante su altar todos los bienes que al hombre le han sido procurados (sobre todo si se los ha procurado Dios), empezando por la propia patria, cuya integridad pasará a ser de inmediato subalterna de la «buena salud» democrática. Así, por ejemplo, se considera dogma de fe que «cualquier opción política es legítima, siempre que se defienda con procedimientos democráticos», aunque sea una «opción política» que establece la destrucción de la patria. Tamaño sinsentido provoca, en verdad, el repudio de la razón, pues es como encamarse tan risueñamente con un sifilítico, sabiendo que nos va a instilar –a nosotros y, de paso, a toda nuestra descendencia– las espiroquetas. Pero la religión democrática tiene las tragaderas muy anchas; y, además, no admite que nadie se atreva ni siquiera a cuestionar su imperio, ni que se resista a preservar ninguna forma o institución de bien común, cuando colisiona con su culto fanático. Y así fue como nos encamamos con un sifilítico; quiero decir, como aceptamos que unos señores que consideran premisa inexcusable de su ideario la destrucción de la patria española pudieran disfrutar de los sacramentos que nuestra muy opípara democracia reparte a manos llenas: municipios, parlamentos, diputaciones y el sursum corda, con las prebendas (mamandurrias) anejas. Y debemos recordar que este dogma democrático que admite todas las «opciones políticas», también las que anhelan la destrucción de la patria, es afirmado sin rebozo por todas las cofradías democráticas, a izquierda y derecha: las primeras con énfasis orgulloso; las segundas con timidez vergonzante, en lo que acaso lleven mayor culpa.
 
¿A qué viene, pues, escandalizarse de que los batasunos puedan votar y hacer alianzas, coaliciones y demás contubernios democráticos (misas negras concelebradas) en combinación con otras cofradías políticas? A esto se le llama poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Y quienes ahora se escandalizan y se rasgan las vestiduras son unos muy democráticos hipocritones (tones, tones, tones).

martes, 18 de febrero de 2014

Democracia representativa y democracia participativa (Alain de Benoist)

Tenemos la costumbre de considerar que democracia y representación son, en cierta forma, sinónimos. No obstante, la historia de las ideas demuestra que no es así.
Alain de Benoist

4 de febrero de 2014

elmanifiesto.com
 
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ALAIN DE BENOIST

La democracia representativa, de esencia liberal y burguesa, y en la cual los representantes electos están autorizados a transformar la voluntad popular en actos de gobierno, constituye en la hora actual el régimen político más comúnmente extendido en los países occidentales. Una de las consecuencias de esto es que tenemos la costumbre de considerar que democracia y representación son, en cierta forma, sinónimos. No obstante, la historia de las ideas demuestra que no es así.
 
Los grandes teóricos de la representación son Hobbes y Locke. Tanto en uno como en otro, en efecto, el pueblo delega contractualmente su soberanía a los gobernantes. En Hobbes dicha delegación es total; sin embargo, no se convierte en una democracia: su resultado sirve, al contrario, para investir al monarca de un poder absoluto (el «Leviatán»). En Locke, la delegación está condicionada: el pueblo no acepta deshacerse de su soberanía más que a cambio de garantías que tienen que ver con los derechos fundamentales y con las libertades individuales. La soberanía popular permanece suspendida en tanto que los gobernantes respetan los términos del contrato.
 
Rousseau, por su parte, establece la exigencia democrática como antagónica a cualquier régimen representativo. Para él, el pueblo no hace un contrato con el soberano; sus relaciones dependen exclusivamente de la ley. El príncipe sólo es el ejecutante de la voluntad del pueblo, que se mantiene como el único titular del poder legislativo. Tampoco está investido del poder que pertenece a la voluntad general; es más bien el pueblo quien gobierna a través de él. El razonamiento de Rousseau es muy simple: si el pueblo está representado, son sus representantes quienes detentan el poder, en cuyo caso ya no es soberano. El pueblo soberano es un «ser colectivo» que no podría estar representado más que por él mismo. Renunciar a su soberanía sería tanto como renunciar a su libertad, es decir, a destruirse a sí mismo. Tan pronto como el pueblo elige a sus representantes, «se vuelve esclavo, no es nada» (Del contrato social, III, 15). La libertad, como derecho inalienable, implica la plenitud de un ejercicio sin el cual no podría tener una verdadera ciudadanía política. La soberanía popular no puede ser, bajo estas condiciones, más que indivisible e inalienable. Cualquier representación equivale, pues, a una abdicación.
 
Si admitimos que la democracia es el régimen fundado en la soberanía del pueblo, no se puede más que dar la razón a Rousseau.
 
La democracia es la forma de gobierno que responde al principio de identidad entre los gobernantes y los gobernados, es decir, de la voluntad popular y la ley. Dicha identidad remite a la igualdad sustancial de los ciudadanos, o sea, al hecho de que todos son miembros por igual de una misma unidad política. Decir que el pueblo es soberano, no por esencia sino por vocación, significa que es del pueblo de donde proceden el poder público y las leyes. Los gobernantes no pueden ser más que agentes ejecutores, que deben ceñirse a los fines determinados por la voluntad general. El papel de los representantes debe estar reducido al máximo; el mandato representativo pierde cualquier legitimidad desde el momento en que sus fines y proyectos no corresponden a la voluntad general.
 
Sin embargo, lo que sucede hoy es exactamente lo contrario. En las democracias liberales, la supremacía está concedida a la representación, y más específicamente a la representación-encarnación. El representante, lejos de estar solamente «comprometido» a expresar la voluntad de sus electores, encarna él mismo dicha voluntad de hacer aquello para lo que fue elegido. Esto quiere decir que encuentra en su elección la justificación que le permite actuar, no tanto según la voluntad de quienes lo eligieron sino según la suya propia. En otras palabras, se considera autorizado por el voto a hacer lo que considere bueno.
 
Este sistema está en el origen de las críticas que no han dejado, en el pasado, de estar dirigidas contra el parlamentarismo, críticas que hoy reaparecen a través de los debates sobre el «déficit democrático» y la «crisis de la representación».
 
En el sistema representativo —al haber delegado el elector mediante el sufragio su voluntad política a quien lo representa— el centro de gravedad del poder reside inevitablemente en los representantes y en los partidos que los agrupan, y ya no en el pueblo. La clase política forma más bien una oligarquía de profesionales que defienden sus propios intereses, dentro de un clima general de confusión e irresponsabilidad. Añadamos que hoy día, en una época en que quienes poseen poder de decisión tienen en mayor grado los poderes de nominación y de cooptación que el propio electorado, terminan conformando una oligarquía de «expertos», de altos funcionarios y de técnicos.
 
El Estado de derecho, cuyas virtudes celebran regularmente los teóricos liberales —a pesar de todas las ambigüedades que implica esta expresión— no parece que, por su propia naturaleza pueda corregir dicha situación. Al descansar sobre un conjunto de procedimientos y reglas jurídicas formales, en realidad es indiferente ante los fines específicos de la política. Los valores están excluidos de sus preocupaciones, dejando así el campo libre para el enfrentamiento de intereses. Las leyes solo tienen la autoridad de hacer lo que sea legal, es decir aquello que sea conforme a la Constitución y a los procedimientos previstos para su adopción. La legitimidad se reduce entonces a la legalidad. Esta concepción positivista-legalista de la legitimidad invita a respetar a las instituciones por ellas mismas, como si constituyeran un fin en sí, sin que la voluntad popular pueda modificarlas y controlar su funcionamiento.
 
Sin embargo, en democracia la legitimidad del poder no depende solamente de la conformidad con la ley, ni tampoco de la conformidad con la Constitución, sino sobre todo de la congruencia de la práctica gubernamental con los fines asignados por la voluntad general. La justicia y la validez de las leyes no pueden residir por entero en la actividad del Estado o en la producción legislativa del partido en el poder. La legitimidad del derecho no puede, tampoco, ser garantizada por la mera existencia de un control jurisdiccional: hace falta, para que el derecho sea legítimo, que responda a lo que los ciudadanos esperan, a que integre las finalidades orientadas hacia el servicio del bien común. Finalmente, no podemos hablar de legitimidad de la Constitución más que cuando la autoridad del poder constituido es reconocida siempre como capaz de modificar su forma y su contenido. Lo que viene a decirnos que el poder constituido no puede ser delegado totalmente o alienado, y que continua existiendo y se mantiene superior a la Constitución y a las reglas constitucionales, incluso cuando éstas mismas proceden de él.
 
Es evidente que no se podrá escapar totalmente jamás a la representación, pues la idea de la mayoría gobernante enfrenta, en las sociedades modernas, dificultades infranqueables. La representación, que no es lo peor, no agota sin embargo el principio democrático. En gran medida puede ser corregida por la puesta en marcha de la democracia participativa, llamada también democracia orgánica o democracia encarnada. Una reorientación tal parece hoy día de una acuciante necesidad debido a la evolución general de la sociedad.
 
La crisis de las estructuras institucionales y la desaparición de los «grandes relatos» fundacionales, el creciente desapego del electorado por los partidos políticos de corte clásico, la renovación de la vida asociativa, la emergencia de nuevos movimientos sociales o políticos (ecologistas, regionalistas, identitarios) cuya característica común es no defender los intereses negociables sino los valores existenciales, dejan entrever la posibilidad de recrear una ciudadanía activa desde la base.
 
La crisis del Estado-nación, debida en particular a la mundialización de la vida económica y a la aparición de fenómenos de envergadura planetaria, suscita por su parte dos modos de superación: hacia lo alto, con diversas tentativas que buscan recrear a nivel supranacional una coherencia y una eficacia en la decisión que permitan, en parte al menos, conducir el proceso mismo de mundialización; hacia lo bajo, recuperando la importancia de las pequeñas unidades políticas y las autonomías locales. Ambas tendencias, que no solamente no se oponen sino que se complementan, aportan soluciones al déficit democrático que se constata actualmente.
 
Pero el paisaje político sufre todavía otras transformaciones. Hacia la derecha, observamos una ruptura con el antiguo «bloque hegemónico», como resultado de que el capitalismo ya no tiene una alianza con las clases medias. Al mismo tiempo, mientras que los estratos medios se encuentran desorientados y frecuentemente amenazados, los estratos populares están cada vez más decepcionados debido a las prácticas gubernamentales de una izquierda que, después de haber renegado prácticamente de todos sus principios, tiende a identificarse más y más con los intereses del estrato superior de la burguesía media. En otras palabras, las clases medias ya no se sienten representadas por los partidos de derecha, mientras que las clases populares se sienten abandonadas y traicionadas por los partidos de izquierda.
 
A esto se añade, finalmente, la desaparición de las antiguas coordenadas, el derrumbe de los modelos, la disgregación de las grandes ideologías de la modernidad, la omnipotencia de un sistema de mercado que -eventualmente- aporta los medios para subsistir pero no las razones para vivir; todo ello hace resurgir la cuestión crucial del sentido de la presencia humana en el mundo, del sentido de la existencia individual y colectiva, en un momento en que la economía produce cada vez más bienes y servicios con cada vez menos trabajo de los hombres, lo que tiene como efecto multiplicar las exclusiones en un contexto ya fuertemente marcado por el paro, la precariedad del empleo, el miedo al futuro, la inseguridad, las reacciones agresivas y las crispaciones de todo tipo.
 
Todos estos factores llaman a rehacer profundamente las prácticas democráticas que únicamente pueden operarse en dirección de una verdadera democracia participativa. En una sociedad que tiende a volverse cada vez más «ilegible», esto tiene como principal ventaja eliminar o corregir las distorsiones debidas a la representación, asegurar una mayor conformidad con la ley y con la voluntad general, y ser fundadora de una legitimidad sin la cual la legalidad institucional no es más que un simulacro.
 
No es al nivel de las grandes instituciones colectivas (partidos, sindicatos, iglesias, ejército, escuelas, etcétera) —que hoy se encuentran todas en mayor o menor medida en crisis y que no pueden desempeñar entonces su papel tradicional de integración y de intermediación social— como será posible recrear dicha ciudadanía activa. El control del poder no puede ser tampoco patrimonio exclusivo de los partidos políticos, cuya actividad frecuentemente se resuelve en el clientelismo. La democracia participativa no puede ser hoy día más que una democracia de base.
 
Dicha democracia de base no tiene por finalidad generalizar la discusión a todos los niveles, sino determinar más bien, con el concurso del mayor número, los nuevos procedimientos de decisión conformes con sus propias exigencias, las que derivan de las aspiraciones de los ciudadanos. Tampoco se podría volver en una simple oposición entre la «sociedad civil» y la esfera pública, lo que extendería aún más el dominio de lo privado y abandonaría la iniciativa política en formas obsoletas de poder. Se trata, al contrario, de permitir a los individuos que se pongan a prueba en tanto que ciudadanos y no como meros miembros de la esfera privada, favoreciendo la posible eclosión y multiplicación de nuevos espacios de iniciativa y responsabilidad públicas.
 
El procedimiento refrendario (que resulta de la decisión de los gobiernos o de la iniciativa popular, bien sea el referéndum facultativo u obligatorio) sólo es una forma de democracia -entre otras posibles- cuyo alcance quizás se ha sobreestimado. Señalemos de una vez que el principio político de la democracia no es que la mayoría decida, sino que el pueblo es soberano. El voto no es por sí mismo más que un medio técnico para consultar y revelar la opinión. Esto significa que la democracia es un principio político que no podría confundirse con los medios que utiliza, y que tampoco puede ser producto de una idea puramente aritmética o cuantitativa. La cualidad de ciudadano no se agota en el voto. Consiste más bien en poner en práctica todos los métodos que le permitan manifestar o rechazar el consentimiento, expresar su rechazo o su aprobación. Conviene, pues, explorar sistemáticamente todas las formas posibles de participación activa de la vida pública, que sean también formas de responsabilidad y de autonomía en sí, ya que la vida pública condiciona la existencia cotidiana de todos.
 
Pero la democracia participativa no tiene solamente un alcance político; tiene también uno social. Al favorecer las relaciones de reciprocidad, al permitir la recreación de un lazo social, puede reconstituir las solidaridades orgánicas debilitadas hoy día, rehacer un tejido social disgregado por el advenimiento del individualismo y la salida de un sistema basado meramente en la competencia y el interés. En tanto que es productora de la “sociabilidad” elemental, la democracia participativa va a la par del renacimiento de las comunidades vivas, de la recreación de las solidaridades de vecindad, de barrio, de los lugares de trabajo, etcétera.
 
Esta concepción participativa de la democracia se opone palmariamente a la legitimación liberal de la apatía política, que indirectamente alienta la abstención y acaba por ser un reino de gestores de expertos y de técnicos. La democracia, a final de cuentas, descansa menos sobre la forma de gobierno propiamente dicha que sobre la auténtica participación del pueblo en la vida pública, de tal suerte que el máximo de democracia se confunda con el máximo de participación. Participar es tomar parte, es probarse a sí mismo como parte de un conjunto o de un todo, y asumir el papel activo que resulta de dicha pertenencia. «La participación —decía René Capitant— es el acto individual del ciudadano que lo efectúa como miembro de la colectividad popular». Vemos a través de esto cómo las nociones de pertenencia, ciudadanía y democracia se encuentran ligadas. La participación sanciona la ciudadanía que resulta de la pertenencia. La pertenencia justifica la ciudadanía que permite la participación.
 
Conocemos la divisa republicana francesa: «Libertad, igualdad, fraternidad». Si las democracias liberales han explotado la palabra «libertad», si los antiguos demócratas populares se han emparentado con la «igualdad», la democracia orgánica o participativa, fundada en la ciudadanía activa y en la soberanía del pueblo, bien podría ser el mejor medio para responder al imperativo de fraternidad.

sábado, 15 de febrero de 2014

Su alteza real (Juan José Millás)


Su alteza real

Nos duele que la infanta Cristina no se haya enterado todavía de quiénes somos nosotros, usted y yo, que no tenga ni idea de con quién habla cuando se dirige al juez que nos representa

Lo peor de la infanta Cristina no es que haya olvidado que era dueña de una S.L. tóxica, lo peor es que no se acuerda de quién es ella y, sobre todo, de quiénes somos nosotros. A ver, nosotros somos los que pagamos, por ejemplo, los recibos de los escoltas que en el descanso de las comparecencias le van a comprar un bocadillo. Nosotros la hemos llevado a los mejores colegios y nos hemos ocupado de que su infancia transcurriera en un entorno seguro e idílico: a dos pasos del centro Madrid, como el que dice, pero en medio de la naturaleza. No tenía el metro a la puerta porque disponía siempre de un automóvil excelentemente dotado, cortesía también del pueblo, con un chófer que la llevaba y la traía. Nosotros nos hemos hecho cargo de sus gastos y de los de toda la familia, le hemos regalado prácticamente el palacio de Marivent, donde, si ella quiere, podría hacer noche entre comparecencia y comparecencia.
Gracias a esos desvelos, de mayor obtuvo un buen trabajo en una empresa solvente. Un trabajo en el que dice: Me conviene ir a Suiza, y la destinan a Suiza sin mayores papeleos, sin que intervengan en el traslado el jefe de Recursos Humanos o el responsable de Personal, sin que los sindicatos digan esta boca es mía. Un trabajo al que acude cuando le da la gana sin que la llamen al orden. Quizá ni siquiera le descuentan del sueldo los días que no va por esto o por lo otro. No nos importa mucho, en fin, que no se acuerde de las clases de flamenco o de salsa pagadas con dinero público: bagatelas, comparadas con lo que llevamos invertido en su formación. Pero nos duele que no se haya enterado todavía de quiénes somos nosotros, usted y yo, que no tenga ni idea de con quién habla cuando se dirige al juez que nos representa y que está intentando reparar las ofensas de que hemos sido víctimas por parte de su alteza real.

De como Cataluña se volvió rica y Galicia pobre



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ESPAÑA
De cómo Cataluña se volvió rica y Galicia,
pobre
LUIS VENTOSO
Día 11/02/2014 - 09.59h
 
En el siglo XIX los aranceles proteccionistas establecidos por el Gobierno de
España permitieron el despegue de la industria catalana, una apuesta que relegó a
otras comunidades


La memoria es corta. Tendemos a interpretar el pasado filtrándolo por el tamiz de 10 que vemos en el
tiempo presente. Si en una charla de cafetería preguntásemos cuál de estas dos regiones, Cataluña o
Galicia, contaba con más población en el siglo XVIII, indudablemente la mayoría de los parroquianos
nos dirían que Cataluña, pues hoy la comunidad mediterránea aventaja a la atlántica en 4,8 millones
de habitantes. Sin embargo,
10 cierto es que en 1787
Galicia tenía más población que Cataluña: 1,3 millones de gallegos frente a 802.000 catalanes. Los saludables datos demográficos del confín finisterrano eran además un síntoma de pujanza. En el siglo XVIII algunos pensadores ilustrados presentaban a Galicia ante otros pueblos de España como un ejemplo de sociedad bien articulada económicamente. Bendecida por un clima templado y con generosos dones naturales, ya bien conocidos desde los romanos, buenos amigos de su oro y su godello, entre 1591 y 1752 se estima que Galicia duplicó su población. Su éxito se basaba en una agricultura autosuficiente, que recibió un empujón formidable con la perfecta y temprana aclimatación del maíz a los valles atlánticos. Pero había más. Una primaria industria popular, cuyo mejor ejemplo era el lino. Y también, claro, los recursos de las salazones de pescado, donde tanto ayudaron empresarios catalanes; la minería, las exportaciones ganaderas, el
comercio de sus puertos
.
.. Todo ese edificio gallego, tan perfectamente ensamblado durante siglos y triunfal en el XVIII, entrará en crisis súbitamente en el XIX y se vendrá abajo. Fue un colapso de naturaleza maltusiana (Galicia se torna incapaz de atender las necesidades que genera su bum demográfico) y da lugar a un éxodo de magnitudes trágicas: desde finales del siglo XVIII hasta los años 70 del siglo pasado se calcula que un millón y medio de personas huyeron de la miseria de Galicia. Buenos Aires fue durante largo tiempo la segunda ciudad con más gallegos y ese gentilicio todavía es allí sinónimo de español.
¿Por qué se hunde Galicia en el siglo XIX? Porque decisiones políticas externas voltean su
modo de vida tradicional
.
La apuesta por la industria del algodón mediterránea, que será
protegida con reiterados aranceles por parte del Gobierno de España, arruina la mayor empresa de
Galicia, la del lino. Los nuevos impuestos del Estado liberal, que sustituyen a los eclesiásticos, obligan al campesinado a pagar en líquido, en vez de en especie, y lo acogotan. Aislado del milagro del ferrocarril, el Noroeste languidece, lejano
, ajeno a los nuevos focos fabriles,
establecidos en Cataluña, con su monopolio de la industria del algodón, yen el País Vasco, cuya siderurgia pasa a ser también protegida como empresa de interés nacional.
Stendhal ante el proteccionismo
 
El declive de Galicia en el XIX coincide con el espectacular ascenso de Cataluña, debido al ingenio y laboriosidad de su empresariado y a su condición de puerta con Francia. Pero hubo algo más. En su Diario de un Turista, de 1839, Stendhal, el maestro de la novela realista, recoge con la perspicacia propia de su talento sus impresiones tras un viaje de Perpiñán a Barcelona: «Los catalanes quieren leyes justas -anota-, a excepción de la ley de aduana, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague cuatro francos la vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de Granada, de Málaga o de La Coruña no puede comprar paños de algodón ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara». Stendhal, que amén de escritor era también un ducho conocedor de la administración napoleónica, para la que había trabajado, capta al instante la anomalía: el arancel proteccionista, implantado por los gobiernos de España en atención a la perpetua queja -y excelente diplomacia- catalana, ha convertido al resto de España en un mercado cautivo del textil catalán, cuando es notorio que es más caro y peor que el inglés. Un premio colosal, pues no había entonces industria más importante que la del algodón, que será pronto matriz de otras, como la química. Esa descompensación primigenia, el arancel, reescribe toda la historia económica de España. A partir de esa discriminación positiva inicial, que le permite arrancar con ventaja frente a las otras comunidades, pues España era un páramo industrial, Cataluña va acumulando más y más espaldarazos por parte del Estado. Aunque también hay que
ensalzar el ímpetu y la capacidad de la burguesía catalana.
Cataluña, siempre lo primero
La primera línea férrea de España es la Barcelona-Mataró, en 1848. Ga1icia contará con su primer tren en 1885, i37 años después! La primera empresa de producción y distribución de fluido eléctrico a los consumidores se creó en Barcelona, en 1881, se llamaba, y es significativo, Sociedad Española de Electricidad. La primera ciudad española con alumbrado eléctrico fue Gerona, en 1886. La teoría del agravio a Cataluña no se sostiene. De hecho, el resto de España todavía aportará algo más: mano de obra masiva y barata para atender a la única industria que existía, la catalana (salvo el oasis de Vizcaya).
En el siglo XX llegaran más ventajas competitivas para Cataluña. En 1943, Franco establece por
decreto que solo Barcelona y Valencia podrán realizar ferias de muestras internacionales. Ese
monopolio durará 36 años. Fue abolido en 1979 y solo entonces podrá crear Madrid su feria, la hoy
triunfal Ifema. Catalanas son las primeras autopistas que se construyen en España (Ga1icia completó su conexión con la Meseta en el 2001 y la unión con Asturias se culminó hace dos semanas). La fábrica de Seat, la única marca de coches española, se lleva a Barcelona. Otro hito son los Juegos Olímpicos del 92, un plató de eco universal, conseguido, concebido y sufragado como proyecto de Estado (o acaso cree alguien que aquello se logró y se costeó solo por obra y gracia del Ayuntamiento de Barcelona y el gracejo de Maragall). En los años noventa se completará la entrega a empresas catalanas del sector estratégico de la energía, un opíparo negocio inscrito en un marco regulado. En 1994, el Gobierno de Felipe González vendió Enagás, monopolio de facto de la red de transporte de gas en España, a la gasera catalana, por un precio inferior en un 58% a su valor en libros. Repsol, nuestra única petrolera, también pasará a manos catalanas.
Los modelos de financiación autonómica se harán siempre a petición
y atención de Cataluña. También es privilegiada en las inversiones de Fomento y se le permite aprobar un estatuto anticonstitucional que establece algo tan insólito como que la instancia inferior, Cataluña, fije obligaciones de gasto a la superior, España. Todas las capitales catalanas están conectadas por AVE en la primera década del siglo XXI, mientras que la línea a Galicia todavía no tiene fecha cierta y los próceres de CiD presionan que no se construya.
Retroceso con la libertad
Cuando llegan las libertades económicas y se evaporan los aranceles y los monopolios, España logra crear, contra todo pronóstico, la mayor multinacional textil del planeta, Inditex. Resulta harto
revelador que la compañía nazca en La Coruña, en el confín atlántico, y no en la comunidad que
durante un siglo largo disfrutó del monopolio del algodón y el textil. Lo mismo sucede con las ferias de muestras de Barcelona y Madrid.
En realidad la libertad económica, unida al ensimismamiento nacionalista, sienta mal a Cataluña,
acostumbrada a competir apoyada en la muleta del Estado intervencionista. Según la serie histórica
de desarrollo regional de Julio Alcaide para BBVA, en 1930 la primera comunidad en PIE por
habitante era el País Vasco y la segunda, Cataluña; Galicia se perdía en el puesto quince. En el año 2000 Baleares era la primera; Madrid, la segunda; Navarra, la tercera, Cataluña caía al cuarto lugar; y el País Vasco, al sexto; por su parte Galicia recortaba varios puestos.
 
Las sorpresas del siglo XXI
 
El corolario de esta historia es que hoy Galicia coloca sus bonos y presenta unas cuentas saneadas, mientras que Cataluña vuelve a estar sostenida por el Estado, pues su deuda padece la calificación de bono basura y se ha quedado fuera de mercado.
 
Galicia ha vadeado el sarampión nacionalista (Fraga fue un disperso presidente regional, pues su gobernanza era un atolondrado ir de aquí para allá sin proyectos claros, pero tuvo una idea genialoide: ocupó el espacio del nacionalismo, creando un galleguismo sentimental e intrusivo, pero imbricado en España).
 
Los gallegos saben que si un café vale 1,20 euros en Tui y 90 céntimos al otro lado del río, en Valenca do Minho (Portugal) es porque formar parte de España reporta un mayor nivel de vida, y asumen que ese plus es lo que hace viable a Galicia.
 
Por el contrario Cataluña, desconcertada al verse obligada a competir en el mercado abierto, desangradas sus arcas por la entelequia identitaria, se deja embaucar por los cantos de sirena de la independencia, inculcada sin descanso por el aparato de poder nacionalista, con técnicas de propaganda de trazas goebbelianas.
 
España es una buena idea. La libertad, también. Ya veces, como ahora, libertad y España son sinónimos.