jueves, 12 de abril de 2012

LA CONCEPCIÓN "CASTELLANA" DE ESPAÑA (Memorial de Castilla, Manuel Gonzalez Herrero, Segovia 1983)



LA CONCEPCIÓN “CASTELLANA” DE ESPAÑA

En 1921 Ortega y Gasset escribía en su España in­vertebrada una frase terrible: «Castilla ha hecho a Es­paña y Castilla la ha deshecho.»

Difícilmente ,hubiera podido acuñarse una senten­cia más errónea, más injusta y más perjudicial. En esa frase, dictada desde un frívolo esteticismo literario, desde la soberbia de la cultura centralista -la que el profesor Aranguren ha llamado la cultura establecida en Madrid-, que ignora olímpicamente las realidades culturales de las provincias y regiones de España, se condensa toda la falsa mitología de Castilla: la histo­ria castellana de España, la concepción castellana del país, la España castellana, en una palabra la identifi­cación y confusión de Castilla con el Estado español. España es hechura de Castilla y tanto las glorias como los excesos y responsabilidades del Estado han de atri­buirse a Castilla.

Por consiguiente, la Castilla hegemónica, de voca­ción universal e imperial, es responsable del unitaris­mo, del centralismo, del imperialismo, de la opresión y sojuzgamiento de los otros pueblos españoles y, en definitiva, del fracaso de la historia española, al no haberse logrado una fecunda articulación de España.

Este es el pensamiento de Ortega y, en general, de los escritores de la generación del 98, sobre una Cas­tilla literaria, inventada y falsa. Así, Unamuno escri­birá que Castilla fue la que en España llevó a cabo la unificación; Castilla ocupaba el centro y el espíritu castellano era el más centralizador, a la par que el más expansivo, el que para imponer su ideal de unidad, se salió de sí mismo; Castilla se puso a la cabeza de la monarquía española y dio tono y espíritu a toda ella; paralizó los centros reguladores de los demás pueblos hispánicos, inhibiéndoles la conciencia histórica en gran parte; les echó en ella su idea, la idea, del unitarismo conquistador, y esta idea se desarrolló y siguió su his­toria.

Es obvio que se trata solamente de literatura. Pero es lamentable su ligereza, la falta de rigor y funda­mento que la caracteriza. Esos juicios nada tienen que ver con la realidad histórica, con la función que Cas­tilla ha desempeñado verdaderamente en la historia de España. Porque Castilla, el pueblo y el estado caste­llano -cuando éste ha existido- ni ha ejercido nin­guna dominación ni ha oprimido a los otros pueblos españoles.
Castilla ha sido la primera víctima, y una de las más sacrificadas, del Estado español.

Ortega desarrolla la mitificación de Castilla como creadora de España hasta extremos increíbles, por lo disparatados. «Porque no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla y hay razones para ir sos­pechando que en general sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. No hay más que ver la energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás. Castilla se afana por superar en su propio co­razón la tendencia al hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos, que, reina en los demás pueblos ibéricos. Castilla acertó á superar sus propios particularismos e invitó a los demás pueblos para que colaboraran en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas inci­tantes, que pone al servicio de grandes ideas jurídicas, morales, religiosas, y dibuja un plan sugestivo de or­den social.»

Esta pretendida sublimación de Castilla
es perfec­tamente falsa. Como lo es el papel subalterno, estrecho y mezquino que Ortega adjudica, de modo tan gratuito como poco, integrador, a los otros pueblos españoles. Los castellanos no estamos más ni menos calificados que los otros españoles para entender a España y para con­cebir una patria entera y solidaria, ni nuestra visión histórica ha sido más universal y lúcida que la de los demás.

Castilla es un pueblo sencillo, modesto y llano; que a lo largo de su historia lo que ha manifestado es una acusada tendencia a la igualdad social; a la considera­ción y respeto de la dignidad y libertades de las perso­nas; a los usos democráticos, vividos realmente en la convivencia cotidiana de sus comunidades;
a la regula­ción foral, es decir autonómica, de los diferentes orga­nismos sociales que han integrado el país. Precisamen­te por su instinto igualitario y democrático, los caste­llanos no se han planteado nunca la aspiración de man­dar a los demás; y, entiéndase bien, no les han mandado.

Cuando Ortega insiste en el absolutismo castellano, en que el imperio español es un imperio castellano y en que España es lo que Castilla quiso que fuera -.«la misión de Castilla fue reducir a unidad las variedades peninsulares»- está
confundiendo lamentablemente a Castilla, al pueblo castellano, con , el Estado español. Castilla protagonizó su propia historia -pueblo y reino castellano- hasta el siglo xIIIi, cuando se produce la unión definitiva; de las coronas de León y Castilla. En­tonces Castilla es absorbida por el nuevo Estado global, que realmente es la monarquía leonesa, con su política señorial e imperial, diametralmente opuesta a las tra­diciones castellanas. En esa monarquía, núcleo de la que habría de ser el Estado español, Castilla es sólo uno de los pueblos sujetos a sus estructuras de poder, como lo están igualmente los vascos, leoneses, asturia­nos, gallegos, extremeños, manchegos, andaluces, mur­cianos o canarios; y, andando el tiempo, los pueblos de América.

Decir que ese imperio absolutista es «castellano» nos parece demasiado; o, más claro, imperdonable. Por­que la verdad es muy distinta. Dicho con palabras de Bosch-Gimpera, el ilustre historiador catalán, la verdad es que «Castilla, la auténtica, fue también víctima de la misma superestructura estatal que los demás pueblos españoles. No fue Castilla la que realizó la unidad, sino un Estado,
herencia del imperialismo de los reyes leo­neses, que con su ambición de dominio dificultaron el acuerdo y que en realidad se superpuso a los pueblos españoles y a la misma Castilla, que fue la que primero perdió sus libertades democráticas». Y en otro lugar, saliendo al paso de la fantasía castellanista, de la Es­paña castellana de Ortega, añade: «No creemos que la aventura religiosa de Europa y las guerras de Flandes fuesen nunca una idea del pueblo de Castilla: eran sólo delirios de Felipe II. En cuanto a las demás empkre­sas incitantes, como las de matar y expulsar judíos y moriscos, difícilmente las creeríamos inventadas por Castilla.»

Lo curioso, y lo contradictorio, de Ortega es que, después de alabar la superioridad de las concepciones castellanas respecto de los otros pueblos peninsulares -según su particular retórica-, llegan otros momen­tos en que cuelga a los castellanos sambenitos tan odio­sos como injustos. «Frente al yerro, la hoguera; contra el disidente, el acero, y para el hereje, la castellanisima fórmula de la Inquisición.» ¿Dónde quedaron las gran­des empresas incitantes y los grandes ideales que se dicen promovidos por Castilla? ¿Qué culpa tienen los castellanos de la Inquisición? Acaso convenga recordar aquí que
el Santo Oficio no tuvo existencia en el reino de Castilla, a diferencia de otros países españoles, hasta que a finales del siglo xv se fundó la moderna Inquisi­ción de España.

También yerra Ortega cuando pontifica sobre la supuesta vocación universal de Castilla. «Universalismo o nada, tal es el lema de Castilla», dice. Pero cabe pre­guntar, ¿de qué Castilla habla Ortega? ¿Se refiere a los pueblos castellanos o a las ambiciones de la corona llamada de León y Castilla, es decir del Estado español? No veo por ninguna parte la «vocación universal» de los castellanos ni su interés por los horizontes imperiales. Por el contrario, me parece más bien que los castella­nos --como los vascos, nuestros primos hermano - somos un pueblo limitado,
quizá excesivamente localista, que centramos nuestro interés fundamental en el entorno humano de que formamos parte. Tal vez sea un efecto del sentido de la dignidad y del propio valer que tienen los hombres de esta tierra. La comu­nidad humana en que vivimos es nuestro pequeño mun­do, prácticamente completo, en el que nos sentimos realizados y a gusto; y es difícil para los castellanos re­montar ese horizonte. Su pueblo y su comarca son su verdadera casa, donde ese agota todo su interés. Más allá de este ámbito naturalmente abarcable, necesitamos un esfuerzo de reflexión, y de ahí, entre otras razones, las dificultades con que tropezamos en Castilla, sin ir más lejos, para un despertar de la conciencia regional.

Debemos dar nuestro parecer de que
Ortega no ha en­tendido a Castilla: ni a su tierra ni a su pueblo. Una y otra vez identifica a Castilla con la meseta, con la llanu­ra horizontal e inacabable; que, por cierto, no es caste­llana sino leonesa o manchega. Ortega ignora la Castilla montañesa y serrana, la de las altas tierras, páramos, macizos y sierras que forman la base geográfica del país castellano. «Castilla es ancha y plana, como el pecho de un varón; otras tierras, en cambio, están hechas con va­lles angostos y rendondos collados, como el pecho de una mujer», dice en El Espectador. Pero la realidad es que esta región, la auténtica Castilla, no es ancha ni plana, sino que conforma un país predominantemente monta­ñoso, movido y diverso, integrado por la cordillera can­tábrica, los densos macizos de las sierras celtibérícas y los accidentados escarpes, surcados de valles y serrezue­las, que descienden hacia las mesetas de León y La Man­cha.

El desconocimiento de Castilla, la confusión de este país con otras regiones -Tierra de Campos o La Man­cha- le lleva a calificar a Castilla como campo de so­ledades. «Hay comarcas que despiden al hombre del cam­po y lo recluyen en la ciudad. Esto acontece en Castilla; se habita en la villa y se va al campo a trabajar bajo el sol, bajo el hielo, para arrancar a la gleba áspera un poco de pan. Hecha la dura faena, el hombre huye del campo y se recoge en la ciudad. De esta manera se en­gendran las soledades' castellanas, donde el campo se ha quedado solo, sin una habitación o humano perfil du­rante leguas y leguas».

¿Qué Castilla es ésta, qué Castilla está viendo el es­critor? Desde cualquier lugar de la verdadera Castilla es fácil divisar tres o cuatro pueblos, aldeas o caseríos. Cer­canos están los unos a los otros, bien visibles las torres y, a veces, como dándose la mano. Labriegos, pastores, guar­das, cazadores o trajinantes pueblan este campo y sus caminos. La soledad no puede aquí medirse por leguas. Sólo ahora, en la postración en que ha sido sumida esta tierra, decrece la vieja animación campesina y se apa­gan los cantos de arada que resonaban de besana en be­sana; o los de escardo o de siega o de acarreo.

Ortega se recrea en el tópico del campo castellano desolado. «En Castilla el campo es mudo; campo sin can­ciones en la imperial lontananza de la meseta.» Pala­bras huecas, retórica vacía. Pero el escritor cree -como el ofuscado poeta de la primera época machadiana­que se trata de un pueblo de «atónitos palurdos sin dan­zas ni canciones». La realidad es otra. Ni la tierra es triste ni el pueblo está pasmado. Es un pueblo despierto y creador. Su folklore musical es de los más ricos y va­liosos de España.

La idea de la Castilla mesetaria es buena para elu­cubraciones literarias en torno a un supuesto hombre castellano que poco tiene que ver con la realidad. «El aire de la meseta, seco y esencial -escribe la vacua, pero brillante fantasía de Ortega-, toca una y otra vez con sus dedos sutiles de hipnotizador las pobres fibras de nuestros nervios y las va poniendo tensas, tirantes, vi­brantes como cuerdas de arpa, como trenzas de ballesta, como jarcias de nave atormentada. Cualquier cosa, la más leve, nos hace retemblar de los pies a la cabeza. El castellano queda de esta suerte convertido en un apara­to peligroso: para él vivir es dispararse. Acaso sea injus­to pedirnos otra cosa que obras excesivas y actos de exal­tación para la mayor gloria de Dios, el dios terrible de Castilla, se entiende, que pasa en agosto a horcajadas sobre el sol, recorriendo sus dominios. Dicen algunos que merced a eso tenernos los castellanos cierta gloriosa pro­pensión al heroísmo.»

Este hombre imperial, heroico, nervioso, agitado, des­mesurado y violento me parece que no es el verdadero hombre que puebla y trabaja la tierra de Castilla. Nada es aquí terrible ni atroz ni desmedido. Los castellanos son un pueblo sosegado y discreto.

Por su parte, Unamuno conecta su pensamiento, con­tradicciones y paradojas con Ortega. Don Miguel ve en Castilla un paisaje monoteístico, un campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre y en que se siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma.
«Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo» (En torno al cas­ticismo). Pero en otros momentos Unamuno se corrige y cantará a una tierra de Castilla que es nervuda y se levanta en la rugosa palma de su mano; y, con más asien­to, reconoce el genuino paisaje castellano; «La idea ge­neral corriente se figura a Castilla como un vasto pára­mo donde amarillea el rastrojo, monótono, tendido, ári­do; apenas se tiene en cuenta que Castilla está llena de sierras bravas y que su espina central, entre las cuencas del Duero y del Tajo, esa cordillera que ensarta las sierras de Guadarrama, Gredos, Béjar, Francia y Gata, es lo más hermoso que puede verse.»

La concepción de la España «castellana», la, idea pseu­docastellana de España, ha permanecido generalizada y como un lugar común en los medios de la cultura espa­ñola instalada en Madrid. El mismo Menéndez Pidal su­cumbe al tópico y en La España del Cid escribe que «sin duda, la idea tan repetida de que Castilla creó a España tiene mucho de cierto, como lo tienen casi todas las ideas corrientes. Castilla, sobre todo desde el siglo XIII, sobre­salió entre las, otras comarcas hermanas por ver las co­sas que atañen a la vida total de España con una vehe­mencia y generosidad superiores, y es cierto que, desde el siglo xv, logró y dirigió la unificación política moder­na. Por eso se cree que la idea de España es una invención castellana, y hasta entre los doctos en historia está arrai­gada la opinión de que durante la edad media no había ni asomos de un concepto unitario en la Península.»

Don Ramón olvida que, precisamente desde el si­glo xIII, con la unión definitiva de ambas coronas, Casti­lla ha perdido su personalidad política al ser absorbida, por la monarquía de León,
cuyos esquemas políticos y sociales eran opuestos a las tradiciones democráticas de la sociedad castellana, y que en adelante el Estado, aun­que usurpe el nombre de Castilla, no es castellano. Y se contradice cuando, unas líneas más adelante, cae en la cuenta de que «la idea nacional española tenía, durante la alta edad media, una permanente expresión política en el carácter de emperador que se atribuía al rey leonés, como superior jerárquico de los demás soberanos de Es­paña. No fue, pues, Castilla sino León el primer foco de la idea unitaria después de la ruina de la España goda».

El tópico de la «España castellana» ha sido particu­larmente asumido, como idea picuda, que diría Ganivet, en los pueblos periféricos, particularmente Cataluña. Esa falsa idea ha servido para el sufrimiento de estos pue­blos, para dar lugar a un sentimiento de marginación y frustración respecto de España, y por lógica vía de re­torsión, para utilizarla como arma arrojadiza contra Cas­tilla y para fomentar una insolidaridad española.

Los catalanes se han sentido históricamente oprimi­dos por Castilla, precisamente por esa su incierta iden­tificación con el Estado español. He aquí que los caste­llanos,
siendo realmente las primeras víctimas del cen­tralismo del Estado, que primero les ha vaciado de sus instituciones y cultura propias, y últimamente les ha puesto en situación de dependencia y coloniaje, al servi­cio del crecimiento económico de las áreas más desarro­lladas del país, expoliando a Castilla de todos sus recur­sos humanos y económicos, aparecen como los opresores de Cataluña. Difícilmente podrá darse una mayor injus­ticia.

Pero es natural que los catalanes se sientan dolidos con el planteamiento castellanista de España. Porque, como ha escrito recientemente, refutando a Ortega, un distinguido catalán, el profesor Trías Fargas, «¿me quie­ren decir ustedes qué misión se reserva en esa España supuestamente de todos a esos catalanes tan aldeanos, de visión tan angosta e interesada, tan herméticos y ce­rrados?»
El prejuicio de Cataluña contra Castilla -no contra la genuina, que han ignorado, sino contra esa ficticia Castilla forjadora de España, elaborada por el 98 y la cultura de Madrid- es una constante del pensamiento y la actitud catalanista y ha mantenido una atmósfera de incomprensión y recelo que ha dificultado gravemen­te la integración cordial y fecunda de los pueblos de Es­paña.

Pi y Margall escribe en Las nacionalidades que «Cas­tilla fue, entre las naciones de España, la primera que perdió sus libertades. Esclava, sirvió de instrumento para destruir las de los otros pueblos; acabó con las de Ara­gón y las de Cataluña bajo el primero de los Borbones».

Antonio Rovira y Virgili, en El nacionalismo catalán, afirmaba que «es pueril negar el carácter de dominación castellana que tiene el actual régimen centralista de España»; se trata de la España castellana y los senti­mientos hostiles de los catalanes, en épocas determina­das, «se han dirigido contra España, o contra Castilla, por sentirse heridos o vejados por ella». Rovira estima que cuando «los unitaristas castellanos» han concebido un plan de unidad española, no han tenido en cuenta las variedades peninsulares, sino que se han limitado a unificar la Península, sometiéndola a la manera de ser de Castilla. «Al hablar del alma española no piensan más que en el alma castellana. Su España, en realidad, no es más que Castilla.»

Rovira y Virgili padece la consabida confusión entre Castilla y las estructuras de poder del Estado español; bien opuestas, por cierto, al genio castellano. Rovira cen­tra su atención en el programa de Gobierno que el conde-­duque de Olivares exponía a Felipe IV: «Hay que reducir todos los reinos de la Corona al estilo y leyes de Castilla.» Pero Rovira no cae en la cuenta de que estas llamadas «leyes de Castilla» son las de la monarquía española, no las del pueblo castellano.
El derecho foral de Castilla, ha­bía sido liquidado en un proceso que se inicia con las dis­posiciones anticomuneras de Fernando III y Alfonso X, se continúa con la recepción del derecho romano a través de las Partidas y la imposición del Fuero Real y se consuma con el Ordenamiento de Alcalá y las leyes de Toro, que consagran absolutamente la aplicación del de­recho real y excluyen los fueros y costumbres de la tierra.

Don Manuel Azaña, -en el famoso discurso de las Cons­tituyentes, que pronuncia en la discusión del Estatuto de Cataluña en 1931, reivindica la Castilla auténtica y po­pular, que no ha intentado nunca esclavizar a los otros pueblos españoles ni ha ejercido sobre ellos esa preten­dida hegemonía.

En el mismo debate parlamentario Sánchez Albornoz sale al paso del terrible apóstrofe orteguiano -Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho- y corrige: Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla. Esta frase es sólo parcialmente exacta. Como venimos dicien­do,
Castilla, no ha creado a España, que, para bien o para mal, es obra de todos. Pero es desgraciadamente cierto que España, mejor dicho el Estado español, a través de sus formulaciones históricas, ha deshecho a Castilla, y, ;para rematar, en la última versión padecida, ha expoliado al pueblo castellano dejándole en trance de muerte colectiva.

En los últimos años Julián Marías viene predicando una tercera proposición: Castilla se hizo España. Dice que la empresa de «hacer España» consistió muy prin­cipalmente en que Castilla se hizo España descastella­nizándose como forma particular: Castilla se transfor­ma, pierde su castellanla exclusiva, se españoliza y al hacerse España, «fundó la primera nación moderna e inventó las Españas». Por eso entiende Marías que Cas­tilla no puede ser castellanista --«porque dejaría de ser castellana»- y no puede haber un nacionalismo caste llano. La misión que atribuye a Castilla es la de afir­marse como potencia de españolización.

En este momento histórico en que los pueblos es­pañoles se esfuerzan afanosamente por encontrar su propia identidad -desfigurada por siglos de opresio­nes-, para articular entre todos una España solidaria, Marías reserva a Castilla, el extraño papel de prescindir de sí misma y dedicarse a proyectar la hispanización de los demás. Es decir, en una palabra, a continuar ejer­ciendo el supuesto protagonismo --poco grato a los pue­blos hermanos- de la «Castilla española».

Otra vez vuelve a ignorarse que Castilla no es el poder central, ni las estructuras de Madrid, ni el reino de Castilla y León. Castilla es un pueblo, o si se quiere una región -así lo reconoce Marías, por lo que su pen­samiento en este tema se mueve en un marco de contra­dicciones--, y carece de sentido atribuirle en exclusiva tanto las glorias como los errores y abusos del poder es­pañol.

La moderna historiografía catalana ha revisado en profundidad los viejos prejuicios anticastellanos y ha venido a encontrarse con la realidad histórica, popular y cultural de la auténtica Castilla:
un pueblo renova­dor y progresivo, imbuido de un sentido igualitario y democrático de la vida, que cuando consigue emanci­parse de la monarquía de León y fundar su propio es­tado, da lugar a la primera democracia europea. Con la anexión de Castilla a la corona llamada castellano-leo­nesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. El pueblo castellano no ha oprimido a nadie.

El mismo Rovira y Virgili rectifica su concepto de Castilla. En 1938 pronuncia en el Ateneo de Barcelona, estas nobles palabras: «Yo no he acusado nunca a Cas­tilla de la caída de Cataluña. Yo he acusado a la mo­narquía. No fue Castilla la que oprimió a Cataluña, sino la Casa de Austria. Yo siempre he creído que Castilla es un gran pueblo, propicio a las más nobles gestas. Cataluña y Castilla son dos pueblos de un gran espíri­tu, excelentemente dotados para acometer y llevar a término grandes empresas.»

En definitiva, estas empresas, y en primer lugar la de una articulación fraterna y fecunda de la comunidad española, son las que se ofrecen, y de las que sin duda son capaces, a todos los pueblos que la integran, y que habrán de llevarla a cabo en pie de igualdad.
La clave radica en el interrogante que se hacía Bosch­Gimpera: ¿Dónde está la verdadera España y su verda­dera tradición, en la que pueden hermanarse todos, leo­neses, asturianos, gallegos, vascos, castellanos, extre­meños, manchegos, andaluces, murcianos, canarios, ca­talanes, aragoneses y valencianos? En España hay que buscarla debajo de las estructuras que la han ahogado secularmente.

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 119-131)