martes, 19 de julio de 2011

El repato revolucionario del territorio,entre utoía y tecnocracia (El libro negro de la Revolución francesa)

(De como irrumpieron en la historia los partidos políticos y la partitocracia en la Revolución Francesa liquidando el mandato imperativo y por tanto la verdadera representación)




Capítulo XVI EL REPARTO REVOLUCIONARIO DEL TERRITORIO, ENTRE UTOPÍA Y TECNOCRACIA“Establecer la Constitución es para nosotros reconstruir y regenerar el Estado. No es necesario pues que una pusilanimidad rutinaria nos tenga esclavizados al antiguo orden de las cosas, cuando es posible establecer las mejores bases y necesario disponer los resortes del Gobierno para los nuevos efectos que se trata de obtener. Como no habría regeneración si no se cambiaba nada, sólo habría una superficial y pasajera, si los cambios se limitaran a simples paliativos, dejando subsistir la causa de los antiguos defectos. No tratemos de hacer la Constitución, si no queremos regenerar a fondo.”

Así habla en 1790, delante de la Asamblea Constituyente, el Normando Jacques Guillaume Thouret, abogado, diputado del tercio de Ruán, uno de los más finos juristas de la asamblea, miembro del Comité de constitución y ponente este día de su proyecto de reparto del territorio. Un hombre que no dudaba ciertamente entonces que formaría parte de las víctimas de esta furia regeneradora que llama con sus votos y que se llevará al cadalso en el mismo carro que Malesherbes, el último defensor de Luís XVI.

Pues desde los primeros días noviembre de 1789, cuando combate la organización del territorio como tantos otros ámbitos, la Revolución francesa se proponen luchar sin descanso contra todo lo que podría dividir un cuerpo social y político unitario supuestamente revelado por la simbólica noche del 4 de agosto. Pero esta unidad es también, desde el principio del fenómeno revolucionario, indisolublemente vinculada una uniformidad pensada como necesaria, y esto por tres razones complementarias.

La primera revela, por supuesto, la pasión de la igualdad. No el entusiasmo para esta igualdad “varonil” que describirá Alexis de Tocqueville, que empuja a al hombre a intentar igualar a los que le son superiores, sino esta pasión que mencionan también al pensador normando, que nombraríamos igualitarismo, la que promueve a rebajarlo todo al más pequeño común denominador . En este sentido, este reparto territorial que se debate en la Constituyente puede parecer no ser más que un avatar de esta pasión igualitaria, el simple fruto de una misma voluntad de hacerlo pasar todo, hombres y territorios, bajo una talla idéntica. Pero el igualitarismo no es sin embargo todo, y en estos debates por el establecimiento de un nuevo orden de derecho público, no es evocado principalmente para justificar estas elecciones.

La principal razón, el fundamento intelectual de las primeras reformas se podría decir, la igualdad siendo aquí representativa de la segunda fase revolucionaria , es la voluntad de organizar mejor los cuadros de la sociedad. La razón, que permite al hombre comprender el bien público, debe dictarle también las formas de su organización social. Pero supone entonces un análisis exterior de los problemas, hecha por algunos cerebros superiores en sus gabinetes, descartando los datos de la historia. Este razonamiento es necesariamente simple, en una aproximación a la vez científica y utilitarista que se combina muy bien con la pasión igualitaria y la negación de las diferencias que se deriva. Para nuestros modernos de entonces, toda organización dispar, enredada, de forma irregular, no podría razonablemente prevalecer sobre la belleza de un idéntico esquema extendido al conjunto del territorio.

Pues lo que no es razonable sus ojos, o lo que no lo es más, en tanto que eso haya sido un día justificable por tal o cual consideración factual, es la organización territorial de un Antiguo régimen que conocía efectivamente una gran diversidad de repartos administrativos, a los cuales correspondían a menudo derechos particulares. A pesar de la redacción de los costumbres provinciales bajo el control del poder real, a pesar de la tentativa de sustituir un derecho francés “nacional” a los derechos locales, éstos siguen siendo dispares, como lo son también las infraestructuras, las economías, los métodos de arrendamiento del suelo o el diferente pesos de las ciudades, sin olvidar especificidades culturales que refuerza a veces la existencia de una lengua. Como lo señala Thouret, que será luego uno de los padres de la división territorial revolucionaria, “el reino está dividido en tantas divisiones diferentes como distintas especies de regímenes o poderes: en diócesis con relación eclesiástica; en gobiernos con relación militar, en generalidades con relación administrativo; en arriendos con relación judicial. […] no solamente, añade, hay desproporciones demasiado fuertes en la extensión del territorio, sino que estas antiguas divisiones, que no ha determinado ninguna combinación política, y que sola la práctica puede hacer tolerable, son viciosas bajo varios relaciones, tanto públicas como locales’. ”

Ahora bien la voluntad de reforma racional e igualitaria encuentra aquí un deseo de las administraciones que preexiste al fenómeno revolucionario. El Antiguo Régimen disponía de una administración central eficaz, compuesta de empleados del Estado a veces elegidos fuera de las clásicas redes nobiliarias en relación con el poder, y para los cuales eficacia debía prevalecer. Y, vistas desde París o desde estas sedes descentralizadas del poder central que son las intendencias, en resumen vistas con ojos “modernos”, las supervivencias “góticas” no tienen obviamente razón de existir.

Pero si el Antiguo Régimen había intentado reformarse con la creación de nuevas estructuras o nuevos poderes, era sin hacer desaparecer las antiguas divisiones. Excluyamos aquí la reforma parlamentaria emprendida por el canciller Maupeou, y que resultó menos de una voluntad de racionalización que al deseo de liberar el poder real de las pretensiones parlamentarias. La creación de los generalidades, es una tentativa para evitar las molestias de la gran diversidad, reforma inacabada que el régimen intentará aún con la de las asambleas provinciales. Aparecen por otra parte los términos modernos. Ya en 1765 , de Argenson pide la división del reino en departamentos, un término utilizado en la administración de Puentes y Calzadas, donde cada ingeniero tiene un “departamento” como circunscripción de acción, y, en 1787, las asambleas provinciales de la generalidad de Île-de-France serán reunidas por departamentos. La técnica moderna misma empuja en este sentido. Los ingenieros de Puentes que acabamos de mencionar, casta de técnicos ultraespecializados creada en 1716, se basan en el establecimiento de la carta de Cassini y sobre el conocimiento profundo que ella iba a aportar del territorio sujeto su control, para imponer su poder racionalizando la organización y el uso del espacio.

Así pues, en este Antiguo Régimen donde no es uniforme nada, una parte de la administración considera, fuera como se ve de todo debate sobre la igualdad de derechos, y esencialmente para afirmar su poder, que numerosas cosas deberían llegar a serlo. Si la visión tocquevillienne de un reino preparando las grandes reformas administrativas de la Revolución y, sobre todo, del Imperio, es seguramente excesiva, una nueva cultura administrativa está efectivamente en germen. Pero el reino permanece “erizado de libertades”, y los privilegios de las parroquias, municipios o sociedades son aún tantas defensas contra una administración por esencia siempre más intervensionista, tanto es así que el poder administrativo, no más que otros, no sabría autolimitarse.

El jurista está compartido entre dos enfoques, del que uno aprehende la Revolución como una ruptura ideológica asumida, cuando el segundo lo vería reanudar la marcha ya empezada hacia el modernidad administrativa. Lo que es cierto, es que el ataque contra las antiguas divisiones territoriales - con todas sus consecuencias en términos de nivelación de las especificidades jurídicas y culturales - viene todo tanto del interior del régimen como del exterior. Como lo declara Thouret la tribuna de la Constituyente presentando el informe al Comité de constitución sobre la nueva organización administrativa del reino: “Desde hace tiempo, los publicistas y las buenos administradores desean a una mejor división del reino: porque todas las que existen son excesivamente desiguales, y que no hay ninguna que sea regular, razonable, y cómoda, sea al administrador, sea a todas las partes del territorio administrado.”

Pero hay aún un punto a evocar, una tercera razón para la imperiosa necesidad de la redefinición territorial, el cambio de perspectiva que ofrecen el nuevo método de expresión de la voluntad general y la existencia de un órgano legislativo elegido. Este método de elaboración de la ley es en efecto la justificación esencial presentada la asamblea revolucionario para el renovación territorial. Se conocen los términos del debate en torno a la imposibilidad de poner en marcha una democracia directa que supondría la reunión de los ciudadanos – incluso aun cuando se tratara solo de los ciudadanos activos - en un mismo lugar. Será necesario pues representantes, que pueden ser titulares de un mandato imperativo, así pues perpetuamente revocables por sus comitentes, o de un mandato representativo, y libres entonces de actuar como les parezca para despejar la voluntad general. Eligiendo constituirse en Asamblea nacional, los elegidos de los Estados generales, procediendo del mandato que se les había confiado y que sólo consistía presentar los cuadernos de quejas de su orden y su distrito electoral, se comprometen, al término de debates agitados, en la única vía posible: liberarse de la idea de todo mandato imperativo y considerar que una vez reunidos representan la nación.

Es preciso asumirlo como ruptura total y necesaria. “Establecer la Constítutción, declara a Thouret a los diputados, es llevar en nombre de la nación [...] la ley suprema que vincula y subordina las diferentes partes al todo. El interés de este todo, es decir de la nación en cuerpo, puede solo determinar las leyes constitucionales; y nada de lo que concerniera a los sistemas, a los prejuicios, a las prácticas, a las pretensiones locales, puede entrar en la balanza. Si nos miramos menos como los representantes de la nación que como estipulantes de la ciudad, el arriendo o la provincia de donde somos enviados, prosigue el abogado normando; si, extraviados por esta falsa opinión de nuestro carácter, hablando mucho de nuestro país y muy poco del reino, ponemos el afecto provincial en paralelo con el interés nacional; me atrevo a demanadar, ¿seríamos dignos de haber sido elegido como los regeneradores del Estado'? ”

Es también para evitar en el futuro toda cuestión de este tipo que se repensado una organización del territorio que supone particularmente la cuestión de los distritos electorales. En este sentido pues, y es la tercera explicación, además de a la pasión igualitarista y de la voluntad de racionalización, el planteamiento revolucionario es también la consecuencia de necesidades jurídicas, y la única elección que ha sido hecha del sistema representativo la implicaría necesariamente según los excelentes juristas presentes la Constituyente.

¿Las consecuencias serían nefastas para las libertades? No, ya que la Revolución, haciendo desaparecer el despotismo, habrá vuelto inútiles los contrapoderes de las libertades locales. Curiosamente nadie parece entonces desconfiarse del peligro que harían correr a las libertades individuales una asamblea o administración central. En una acepción muy rousseauniana la elección supone garantizar la llegada al poder - al menos mayoritariamente - de individuos preocupados solo por bien común, y, hecha por los representantes de la nación, la ley no sabría ser más que ventajosa para todos. Simbólicamente, en la misma época, el juez ordinario (judicial) por otra parte está invitado a no interesarse en la acción del Estado (ley de 16 y 24 de agosto 1790): de una parte, porque el número de juristas de la Constituyente han lamentado , bajo el Antiguo Régimen, el freno puesto por los parlamentos de la ejecución de las reformas queridas por el poder central; pero también, por otra parte, porque el nuevo Estado, ejecutando las deliberaciones de órganos libremente elegidos, no sabría hacerlo mal.

Por eso se puede prescindir de los contrapoderes representados por las instituciones locales. “La posición no es ya la misma que era antes de la revolución actual, declara a Thouret. Cuando el omnipotencia estaba de hecho en las manos de los Ministros, y cuando las provincias aisladas tenían derechos e intereses a defender contra el despotismo, cada una deseaba con razón tener su cuerpo particular de administración, y de establecerla al mas alto grado de potencia y fuerza que era posible “. Los tiempos no están ya para estas necesidades, y dejando sus libertades a los poderes locales, es la división de la nación la que estaría en germen. “Temamos, añadimos nuestro Normando, establecer cuerpos administrativos bastante fuertes para emprender resistencia al jefe del poder ejecutivo, y que pueda creerse bastante potente para faltar impunemente la sumisión a la legislatura”. ” Es incluso hasta el recuerdo de las antiguos pretensiones lo que es necesario descartar: según Mirabeau, “Es preciso cambiar la división actual de las provincias, porque después de haber suprimido las pretensiones y los privilegios, sería imprudente lesionar una administración que podría ofrecer medios de reclamarlos y de reanudarlos””. La instrucción del 8 de enero de 1790 anexada al decreto del 22 de diciembre 1789 lo recordarán: El Estado es uno, los departamentos no son más que secciones del mismo todo.

Es necesario pues establecer a una organización “regular, razonable, y cómoda, sea al administrador, sea a todas las partes del territorio administrado”, y dos discursos subtienden estos propósitos: una voluntad de democratización, con instituciones más legibles y un poder más cercano, pero también, paralelamente, un poder central más eficaz y más presente localmente. Es lo que resume bien bastante los famosos argumentos sobre el tamaño óptimo de la circunscripción departamental: suficiente para permitir a todo ciudadano rendirse a su Administración central, a la cabeza de partido, en un día de marcha, y a su administrador de hacer la ida y vuelta de sus puntos más distantes en un día de caballo.

La historiografía francesa gusta en insistir en dos enfoques del reparto territorial, el de Mirabeau por una parte, y la del Comité de constitución, y, en particular, Sieyés y Thouret por otra parte, presentando el primero como el que enmendó el proyecto por demasiado rígido de los segundos aportándole un poco de realismo.

En sus Algunas ideas de constitución aplicables la ciudad de París, el abad escribía que es necesario “por todas partes nueve municipios para formar un departamento de cerca de 324 leguas cuadradas”. Thouret se haya de acuerdo con él sobre la superficie media del departamento. Para él 324 leguas cuadradas le dan… los cuadrados de 18 leguas de lado”. Entiende también dividir este departamento en nueve comunas de 36 leguas cuadradas y de seis leguas de lado… ella misma divididas en cantones de cuatro leguas cuadradas.

Mirabeau desea, él, que cada una de las 40 provincias se reparta en tres departamentos, lo que da 120 en vez de 80, sin comunas o cantones, pero conservando las parroquias. Se opone también la idea de partir de París como centro de un reparto matemático, ya que tal división “cortaría todos los vínculos que estrechan desde mucho tiempo los costumbres, las prácticas, los hábitos, , las producciones y la lengua””. Es que la cuestión -esencial no es a su modo de ver geográfica sino demográfica y que “la población es todo '”. Y más que de atentar a la nueva nación manteniendo ciertos cuadros idéntitarios antiguos, teme, si desaparecen, favorecer el estallido del reino por la pérdida de toda referencia en sus conciudadanos. Importaría pues evitar todos los excesos. “Los departamentos, declara, no serán formados más que por ciudadanos de la misma provincia, quienes ya la conocen, que ya están vinculados por mil relaciones. La misma lengua, las mismas costumbres, los mismos intereses no cesarán de ligarlos unos a otros. ”

Pero el criterio demográfico, lógico para justificar la igual representatividad de los parlamentarios en idénticos circunscripciones electorales, no carece de reproches. Cuando, llevándolo al extremo, Gautier de Biauzat propone apostar exclusivamente por hacer departamentos de 500.000 habitantes, es Thouret quien le acusa de “violar los límites actuales, cruzar el, montañas, cruzar los ríos, y confundir [...] las prácticas, los hábitos y los lenguajes'”.

Ya que, según el diputado normando, el proyecto de reparto del Comité respeta un cuadro identitario, la provincia: “Ninguna provincia, declara, es destruida, ni verdaderamente desmembrada, y ella no cesa de ser provincia, y la provincia de mismo nombre que antes.” “La nueva división, añade, puede hacerse casi por todas partes observando las conveniencias locales y sobre todo respetando los límites de las provincias”, y toma el ejemplo de Normandía de 1789: “Dividida en tres generalidades, escribe, formando tres resortes de intendencia; tiene tres distritos de asambleas provinciales; no subsiste menos bajo su nombre.” Nuestro fino jurista no puede ignorar con todo sino él se trataba en mismo tiempo de un atentado a su identidad, y a sus capacidades de pensarse momo contrapoder. Ciertos diputados emiten pues reservas sobre esta confianza: Delandine lamenta la división del Forez entre Beaujolais y Lyonnais, de otros piden, refiriéndose, en particular, al Languedoc y Bretaña, la creación de asambleas representando estas provincias. Pero los debates se limitan rápidamente al examen de cuestiones muy técnicas, las de saber ¡cómo distribuir las deudas de las antiguas provincias… o a quien hacer pagar los grandes trabajos locales!

La tentativa de racionalización revolucionaria del más pequeño escalón local favorecerá finalmente la continuidad histórica. La cuestión municipal se trata con la urgencia de la creación “espontánea” de comunas, y el la ley del 14 de diciembre de 1789 reconoce la existencia de 44.000 comunas, herederas de las antiguos parroquias, y no las grandes comunas pensadas por Thouret. En cuanto al departamento, la Asamblea Constituyente pone el principio de una tal división del reino por la ley del 22 de diciembre de 1789 - 8 de enero de 1790: artículo 1º. Se retienen un número (tendrá 83), un espacio (300 leguas cuadradas) y contornos geográficos que deberán respetar las antiguas parroquias. Pero departamentos y comunas no son toda la nueva organización territorial: cada departamento estará dividido en nueve distritos, ellos mismos divididos en cantones divididos en comunas. Los departamentos tal como los conocemos, fueron creados por la ley del 26 de febrero y 4 de marzo de 1790.

Esta división revolucionaria suscitó numerosas críticas. Para muchos, se trata de una creación artificial que no fue impuesta más que por una razón política, hacer estallar las antiguas provincias. “Es la primera vez que se ve hombres hacer pedazos la patria de una manera tan bárbara”, escribirá Edmund Burke sus Reflexiones sobre la Revolución de Francia. Añade: “No se conocerá más, se nos dice, ni Gascones ni Picardos, ni Bretones ni, Normandos, sino solamente de Franceses. Pero es más mucho verosímil que vuestro país pronto estará habitado no por franceses, sino por hombres sin patria; nunca se ha conocido hombres unidos por el orgullo, por una inclinación o por un sentimiento profundo a un rectángulo o un cuadrado. Nadie se tendrá nunca. La gloria de llevar el número 71 o llevar alguna otra etiqueta del mismo género” A pesar de la buena voluntad indicada, ciertos departamentos en efecto son en gran medida compuestos: el Aisne y el Oise enredan la île-de-France y Picardíe, la Charente-Maritime el Aunis y el Saintonge, la Haute-Vienne está a caballo sobre el Limnousin, la Marche, lal Guyenne y el Poitou, ,los Bassses-Pirinées descuartizados entre el Pays Basque, el Béam y Gascogne.

Pero el Normando Alexis de Tocqueville respondió en su Ancienne Régirne et la Revolution (1856) que habida cuenta de la centralización monárquico no se hizo apenas, en 1790, más que “despiezar muertos”. Además, el desmantelamiento de las provincias no constituyó siempre una ruptura con el pasado y las tradiciones, ya que el reparto “racional”, efectuado teniendo en cuenta el papel de polo de atracción jugado por las ciudades importantes, integraba realidades económicas y administrativas. Las nuevas circunscripciones se aproximaron pues a veces curiosamente con las antiguas, subdelegaciones para los departamentos bretones o diócesis para el Herault. Las provincias de Bretaña o Normandía se repartieron simplemente en cinco circunscripciones, las de Provence y Franco Condado en tres. Según Frangois Chauvin, los “cinco departamentos de llle-et-Vilaine, de Loire-Atlantique, de Morbihan, de Cótes-du Nord y del Finistere, evocan inevitablemente la antigua distribución del territorio bretón entre cinco tribus galas que son respectivamente losl Riedons, los Namnétes, losl Vénétes, los Coriosolites y losl Osimes '”. Y se encuentra por otra parte el Périgord en Dordogne, el Quercy en el Lot, el Gévaudan en la Lozere, o lo Bourbonnais en el Allier'.

Pero el atentado idéntitario no es sin embargo negable, y la ausencia de compromiso sobre el punto simbólico de la denominación es también muy revelador del espíritu de la época. Puesto que no podría ser cuestión de conservar nombres históricamente connotados, los departamentos van a ser bautizados sobre bases exclusivamente geográficas (en dos tercios por nombres de ríos) incluso cuando estos elementos son casi completamente imaginarios: el departamento de Calvados deberá así su nombre algunas infelices rocas sobre las cuales se habría perdido un galeón de la Armada Invencible… Es que el nuevo Estado se afirma en un nuevo territorio que simboliza el nuevo nombre. Y la crítica de Burke será retomada por Joseph de Maistre en sus Consideraciones sobre Francia, cuando el Saboyardo comparará el ordenamiento de los nuevos departamentos al de los regimientos, en adelante caracterizados por un número (1º o 5º regimiento de dragones…) y no más por un nombre (Real dragones, Coronel general…).

La parte utópica de la regeneración no es pues desdeñable, que se traduzca en un nuevo calendario, una nueva lengua (jaleo de la cortesía y los títulos), de nuevos pesos y medidas o de nuevos nombres. Se sabe, la fase última del ridículo se alcanzará cuando la Revolución se radicalizará y que 3.100 municipios cambiarán de nombre, las unas para recordar un antepasado] ilustran. Cuando Compiègne se convierte en Marat-sur-Oise, Ris-Orangis, Brutus o Santa-Maxime Cassius, los otros para borrar un recuerdo contrarrevolucionario, Versalles que se han convertido en Berceau-de-la-Liberté, Chantilly Égalité-sur-Nonette, Marsella, culpable de levantamiento Ville-sans-nom y Lyon, Commune-affranchie, de otros por fin para descartar un término implicado. Bourg-la-Reine que se han convertido en Burgo-Igualdad y, sobre todo, Grenoble… ¡Grelibre!

¿Cuáles fueron las consecuencias de estos repartos? La pérdida de un sentimiento de solidaridad, ya que, excepcionalmente, el departamento nunca se ha convertido en una esfera de pertenencia. Sondeo tras Sondeo, cuando se les pide su marco privilegiado de enraizamiento, los Franceses siguen mencionando la nación, las región/provincias y los municipios, y aunque establecidos desde hace doscientos años los departamentos presentan siempre la figura de estructura artificial. Al desposeer las provincias, contribuyeron a permitir su eclipse: resultando la pérdida del sentimiento de continuidad histórico y los límites a las posibilidades de crear contrapoderes locales. Pues si el escalón departamental no siempre ha aparecido como mejor adaptado a la puesta en marcha de la descentralización, lo ha sido desde el principio a una desconcentración eficaz, reforzando el poder de este agente del Estado todopoderoso que fue mucho tiempo - y que lo es aún largamente - el prefecto. En resumen, el departamento ha jugado su papel en el desarrollo de una unidad igualadora y contribuyó al refuerzo del peso de la tecnocracia. Los burócratas estarán contentos.

¿Las cosas han cambiado? La descentralización, pedida por desde hace unos años, parece no ser acordad hoy día porque que no permite ya la emergencia de verdaderos contrapoderes. ¿Volvería a reanudar la cadena del tiempo? Pero, ¿donde están las antiguas provincias en los numerosos repartos: tecnocráticos que el DATAR ( Délegation interministerielle à la Amenegement du Territoire et al Atractivité Regionale ) a ha retomado de Vichy? Se temía en el siglo XIX, la afirmación de poderes locales llevados por las comunidades orgánicas. ¿Pero existen aún estos últimos, laminados por la pseudocultura planetaria y “folklorizados” en parques temáticos para turistas amnésicos? Al combatir las pequeñas patrias, la Revolución ha impedido quizá el estallido de la nación de nación; pero, más seguramente aún, ha contribuido a hacer de los franceses menos que sujetos, simples administrados.

CHRISTOPHE BOUTIN,

profesor de Derecho público, Universidad de Caen.
http://cofreculturalcastellano.blogspot.com/2010/08/el-repato-revolucionario-del.html